El mundo del lenguaje médico

    El mundo del lenguaje médico


Por Dagoberto Espinoza Murra

El estudiante de medicina debe aprender a hablar y escribir correctamente su idioma, pues desde los primeros años de la carrera –en talleres y seminarios– tendrá que comunicar a sus compañeros lo estudiado en textos y revistas, planteando aproximaciones a un tema determinado. En los cursos superiores, cuando hay que hacer exploraciones de los enfermos y redactar la famosa “historia clínica”, se pone de manifiesto la necesidad de saber manejar el idioma: Escribir correctamente los datos obtenidos mediante el interrogatorio y el examen físico correspondiente.

En nuestros años de estudiante tuvimos la suerte de contar con profesores que, además de ser magníficos especialistas, daban muestras de ser expertos conocedores del castellano. Vienen a la memoria los nombres de Asdrúbal Raudales, psiquiatra, quien nos dejaba absortos al referirse al tema de la neurosis; Jorge Haddad, gastroenterólogo, cuando nos hablaban de la úlcera duodenal o de la cirrosis hepática mantenía la atención de los alumnos por la soltura de su palabra erudita. Enrique Aguilar Paz ilustraba sus clases presentándonos un paciente o proyectando diapositivas referentes al tema; su voz bien timbrada y la referencia etimológica de la enfermedad captaba la atención del grupo; Héctor Laínez (Yetío), nos dictaba descripciones dermatológicas en las que se reflejaba su vena de poeta. Ejemplo: “Lesión máculo papular de aspecto pitiriasiforme, de bordes bien definidos que no desaparece a la presión de nuestra mano”.

Recordamos con afecto a Silvio R. Zúñiga (cirujano) y Jesús Rivera h. (internista). El primero, ante un caso quirúrgico, hacía una serie de preguntas que aparentemente nada tenían que ver con las dolencias del enfermo. Por ejemplo, algunos pacientes quejándose de dolor abdominal, decían: “Este dolor se me baja a los compañeros”, queriendo expresar que se irradiaba a los testículos. El maestro nos decía: “Debemos entender los modismos de los pacientes y anotar sus palabras entrecomilladas, pero luego escribir los términos castizos, ya que la historia clínica podría ser leída por un médico extranjero y no entendería lo que allí está escrito. Si uno expresaba: “Aquí traigo el reporte radiológico”, nos quedaba viendo y corregía: “En lugar de reporte use la palaba informe”. Cuando se le ayudaba en una operación, el estudiante estaba obligado a dibujar con lápices de colores el acto operatorio, pues así los pasos dados en la intervención quirúrgica quedaban en el expediente. El cirujano repetía: “Una imagen vale más que muchas palabras”.

El doctor Rivera h. también nos hacía observaciones al escuchar la lectura de la historia clínica. Como se había formado en Estados Unidos, decía que allá los médicos no abusan de los adjetivos, pero que nosotros –los latinos–, le ponemos “muchas flores” a las descripciones médicas. Teníamos un compañero, quien después descolló como cirujano, que siempre iniciaba el relato de la “enfermedad actual” más o menos de esta manera: “Nos cuenta el enfermo que cierto día, mientras caminaba de su aldea al centro de salud del pueblo…”. Luego continuaba: “Aquel día, sigue diciendo el paciente, cuando el sol lucía toda su brillantez, sintió un fuerte dolor de cabeza y cayó sin sentido al suelo y comenzó a presentar movimientos desordenados y se mordió la lengua, según se lo ha referido su padre…”. “Está bien –decía el doctor Rivera–, se trata de una crisis epiléptica, pero esa forma de redactar es más bien la de un novelista que la de un médico; sin embargo –agregaba–, me gusta la historia tal como está escrita” y alentaba al estudiante para que no perdiera su vena de escritor. Años después le recordaba al doctor Rivera algunos episodios vividos a su lado en la sala de varones del Hospital San Felipe y me decía que a él le gustaba la literatura, pero como se había formado en endocrinología, fisiología y bioquímica, su estilo a veces se volvía cortante, casi telegráfico.

Platicando con uno de los maestros de la cátedra de Psiquiatría, en Madrid, nos comentaba: “Las ciencias necesitan el soporte de una lengua para su difusión y permitir su ansia de universalidad. El latín fue, hasta el siglo XVII, el idioma de los intelectuales. Actualmente, en el campo de las ciencias, el inglés ha ido ocupando su lugar, especialmente en las comunicaciones escritas; con esto, agregaba, no estamos negando los grandes aportes científicos escritos en alemán, en francés y también en español. Ahora bien, sostenía, las lenguas, como cualquier actividad humana, no son neutrales, asépticas. Son producto y estructura del pensamiento; son su vehículo, pero también su ruta. En la psiquiatría, apreciado colega –enfatizaba–, es más fácil reconocer la importancia del buen manejo del idioma”.

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