El Manco de Lepanto

El Manco de Lepanto


Por Dagoberto Espinoza Murra
“¡Bien! –dijo el maestro, aclarándose la garganta con un ligero golpe de tos–, hoy hablaremos de uno de los tropos más usados tanto en el lenguaje verbal como en el escrito. Me refiero… (hizo una pequeña pausa y luego, arreglándose el nudo de la corbata, prosiguió), me refiero, repito, a la metáfora, figura que, como ustedes han leído en el texto de Muñoz Meany, embellece el idioma y nos brinda la oportunidad de expresarnos con elegancia… Para hacer más participativa la clase, continuó, me gustaría que cada uno de ustedes me dé un ejemplo, de preferencia de su propia cosecha”.

Los alumnos nos quedamos viendo y, temerosos que nuestros ejemplos no fueran acertados, comenzamos a leer citas de autores reconocidos: “Tu boca es como una granada cortada en dos por un cuchillo de marfil”, leyó el primero. “La selva es la virginidad del mundo”, dijo el segundo. El profesor, de baja estatura, imponía su autoridad académica por la sapiencia con que se desenvolvía al abordar temas de literatura y filosofía. Empinándose discretamente, dijo: “El primer ejemplo es de Óscar Wilde” –¿verdad? “Y el segundo, de Antonio Rey Soto”– ¿no es cierto? Los discípulos asintieron con un movimiento de cabeza. Al pronunciar mi nombre y dirigir su mirada hacia mí sentí un poco de pena, pues no me atrevía a expresar algo que fuera original. “El Manco de Lepanto”, logré decir con voz casi ininteligible.

Hubo unos segundos de silencio y el profesor, con gran habilidad, aprovechó la ocasión para referirse a un tema que ya nos había anunciado. “Tu ejemplo –dijo señalándome–, ya lo he leído, pero no recuerdo dónde. De todas maneras, agregó, valdría la pena que dediquemos parte de la clase a hablar del autor del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra, que tú metafóricamente has traído a colación”.

El maestro, al comienzo de la clase había dicho que deseaba una participación activa de los alumnos, pero después invirtió los papeles y comenzó, en forma inspirada, a hablarnos del Manco de Lepanto, disertación que lastimosamente fue interrumpida por el timbre que anunciaba el recreo. En media hora aprendimos de Cervantes lo que nos llevaría días leyendo voluminosos textos. Allí escuchamos, posiblemente, la mejor pieza oratoria de aquel maestro abnegado, deseoso que sus alumnos conocieran El Quijote no solo como una obra que relata las peripecias del caballero andante, sino que notaran cómo don Miguel de Cervantes –lisiado de su mano izquierda por heridas recibidas en la batalla de Lepanto–, muy sutilmente nos estaba pintando las desigualdades sociales de la España de su tiempo y el germen de su decadencia. Citando a Azorín, decía que el conde de Lemos, a quien Cervantes dedica el segundo tomo de su Don Quijote, era un mediocre con ínfulas de intelectual y de mecenas, pues cuando al tal conde lo nombran virrey de Nápoles, aunque Cervantes solicitó acompañarlo, se negó a incluirlo en su séquito.

Mi hermano Randolfo, que también estudió magisterio, años después sería alumno del abogado y escritor don Medardo Mejía en la carrera de Derecho y un día lo invitó a la casa. Don Medardo y mi padre eran buenos amigos y mientras saboreábamos unos bocadillos, el abogado le dijo a nuestro progenitor: “Don Chema: Tengo varios proyectos, pero el que más me interesa de momento es un pequeño libro donde se vea al Quijote como la obra en que Cervantes nos deja entrever las injusticias de una sociedad manejada por la nobleza y el clero. Créame, agregó, que en el fondo El Quijote es un tratado de política”.

A lo largo de los años he leído eruditas referencias al Quijote de la Mancha, lo mismo que a su autor y siempre recuerdo las palabras de Longino Becerra y Medardo Mejía. Hoy me permito transcribir parte de lo que Giovanni Papini nos dice en su obra “RETRATOS”: “El Don Quijote introdujo triunfalmente en la literatura universal al pueblo, al verdadero pueblo, a todo el pueblo… El mismo Don Quijote, aunque hidalgo, no tiene una postura aristocrática y no pretende ser un gran señor. Alterna con gusto con los pobres, habla con la gente más baja y sostiene varias veces el principio, hoy día trivial, pero en aquellos tiempos revolucionario, de que cada uno es hijo de sus acciones”.

A cuatro siglos de la muerte del Manco de Lepanto (23 de abril de 1616), los hispanohablantes reverenciamos el nombre del más grande genio de la narrativa. Loor a su memoria.

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