Rómulo y la calaica

Rómulo y la calaica


Por Roberto C. Ordóñez

En un lejano mes de abril emprendí uno de mis viajes por el otrora caudalosos río Patuca, acompañado de mis inseparables amigos aventureros Bayardo Mejía, de Lepaguare y German Zelaya, alias El Chaparro, del Barrio Abajo de Tegucigalpa.

Además de Cipriano Godoy, que conocía el río como la palma de sus manos porque vivía en una choza cerca del Portal del Infierno, nos acompañó Rómulo, un gigantesco y joven moreno originario de Iriona, que trabajaba como tractorista de Bayardo, a quien invitamos para que nos ayudara en la dura faena de bajar y subir la carga para remontar y bajar las embravecidas aguas del río.

Los purpúreos amaneceres y los dorados atardeceres eran lo mejor del viaje. Despertábamos con los trinos de las aves canoras, entre ellas las bulliciosas chachalacas. En la tarde, sentados alrededor de la tienda de campaña y frente a la fogata disfrutando de un trago, contemplábamos el ocaso, teñido con tonos multicolores por el vuelo de bandadas de guaras rojas y verdes; tucanes, pericos y pavas de monte, mientras freíamos o asábamos la pesca o la caza del día.

Antes del anochecer nos metíamos a las tiendas de campaña, huyendo de las miríadas de zancudos que sonaban como ambulancias.

Conciliábamos el sueño arrullados por el lejano y a veces cercano rugir de los jaguares y los pumas. Muchas veces al salir de la tienda vimos sus huellas marcadas en la fina arena de la playa.

El moreno Rómulo resultó ser un fortísimo trabajador. Con un solo golpe de canalete podía evitar que la pesada troza ahuecada y cargada hasta el tope se hiciera añicos contra una piedra escondida o encallara en un bajillo arenoso del cual sería difícil sacar.

En una de las tertulias vespertinas comentamos sobre su fortaleza y pelando los ojos y mostrando su fuerte y blanca dentadura en una amplia sonrisa nos dijo: “Y esto es que no he tomado te de calaica, (momordica charantia) porque aquí no hay”. Al oírlo Cipriano le contestó: “Aquí hay la que quieras” y acto seguido se metió al monte y al poco rato regresó con una manojo de ramas se las entregó a Rómulo, que inmediatamente las puso a hervir en el gran caldero en el que preparábamos la sopa de cuyameles frescos.

Nos dijo que tragáramos la infusión y masticáramos las hojas sin escupir. Esa noche dormimos como piedras y ni los suaves sonidos de los dantos incongruentes con su gran tamaño ni el rugir de pumas y jaguares nos despertaron.

Nos levantarnos eufóricos. Fuertes y deseosos de continuar la dura jornada de bregar en aquel río salvaje.

Al comentar los acontecimientos del día, Rómulo nos dijo: ¡Lástima que no hay floricundia, porque con esa, esos pumitas y tigritos que oímos por las noches son meros gatitos”.

Al día 33 de permanecer navegando río abajo, de repente Rómulo ensanchó las fosas nasales oliendo el aire y exclamó: “Huele a floricundia, (brugmansia arbórea) Por aquí nomás debe estar el palo. Ya lo voy a ir a buscar” y se internó en la selva armado de un filoso machete regresando momentos después con ramillete de flores en forma de cartucho y de color amarillento, con pistilos rebosantes de polen, seña de que se trataba de una planta femenina porque los machos no florecen.

En su lenguaje mescla de español y misquito nos explicó que esa flor era buena para dormir, pero que también era un potente alucinógeno cuando se ingería en exceso produciendo alucinaciones y hacía al marchante ver hasta diablos de zacate.

Ante tal advertencia ninguno de nosotros quiso hacer la prueba, y Rómulo, quizá por no dar su brazo a torcer ingirió una gran cumba del brebaje previamente preparado.

A los pocos minutos dormía como un bendito, pero un par de horas después despertó con una furia nunca vista. Derribó la tienda y salió en barajustada hacia la selva, gritando y gesticulando enloquecido persiguiendo según él jaguares, pumas, dantos, itacayos, disímiles y cadejos voladores.

Corrimos tras él hasta alcanzarlo y dominarlo amarrándolo con un bejuco hasta que se calmó varias horas después.

El final de Rómulo fue triste. Murió aplastado por un tractor mientras arrastraba madera de una montaña resbaladiza. QDDG.

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