El cierre de negocios y los sueños fallidos

El cierre de negocios y los sueños fallidos


JOSÉ ADÁN CASTELAR

Candados en los portones, puertas con doble llave y vitrinas empapeladas son imágenes frecuentes en un país donde el rótulo de “Cerrado” debe estar siempre a mano, porque los pequeños comerciantes y empresarios viven manos arriba entre el crimen organizado que los extorsiona y un gobierno que los atosiga con impuestos imposibles, trámites interminables, costos de energía impagables y, encima, financiamientos inalcanzables con intereses de usura.

Una pequeña fábrica de rosquillas sobrevive por el impresionante esfuerzo de los propietarios, que dan trabajo a tres o cuatro personas, pero no sirve para crecer ni para hacerse ricos. La historia se repite en la procesadora artesanal de quesos y mantequillas, o en la panadería del barrio, y en el local improvisado en la casa para embolsar tajadas de plátano fritas, cacahuates, semillas de marañón o tortillas de harina y de maíz.

Son casi dos millones de micros y pequeñas empresas, aunque solo unas 300,000 funcionan con alguna regularidad. Las cifras varían, pero la mayor coincidencia es que estos negocios, habitualmente familiares, emplean al 80 por ciento de los trabajadores del país, que con sus pequeños sueldos y sus limitados beneficios laborales tienen al menos algo para llevar a sus casas.

Los zapateros eran famosos antes: conocían las tallas de todos, quién estrenaba y de qué lado desgastaba los zapatos. Pero llegaron los años 90 con su ajuste estructural de la economía y el beneficio para unos cuantos importadores de calzado que bloquearon a los productores nacionales. Ahora apenas sobreviven unas cuantas zapaterías.

Además tenían un lugar especial los sastres: ofrecían pantalones de casimir, de gabardina o poliéster. Trajes a la medida y hasta camisas de vestir o casuales. También los arrasó la competencia desigual y la complicidad de los gobiernos. Ganaron los importadores y ahora el mercado lo inundan las marcas extranjeras controladas por unos pocos, o la alternativa de ropa usada para toda ocasión.

Los comedores de toda la vida fueron desalojados por las comidas rápidas y ni siquiera las cafeterías y los bares reconocidos soportaron la invasión de las grandes franquicias internacionales con su decoración retro y sus rótulos en inglés. Ya sabemos de la globalización y todo eso, pero hay controles que el gobierno debería permitirse.

Mientras los pequeños empresarios buscan la tabla de náufrago para sobrevivir, el gobierno los ha castigado a través de la Dirección Ejecutiva de Ingresos (DEI), que absurdamente cerró negocios por carecer de correo electrónico o teléfono fijo, o porque a una factura le faltaba una letra. Decenas de hondureños perdieron su trabajo por estas cosas.

Y la irrespirable criminalidad también pasa factura a estos pequeños locales, que pierden hasta el diez por ciento de sus ingresos por el pago de extorsiones a grupos organizados que el gobierno no ha podido controlar. Existe una unidad policial antiextorsión, hay que reconocerlo, pero se nota que algo le falta.

Pero el hondureño mantiene la esperanza, deja un rincón de su casa o alguna esquina por ahí donde pone un taller de mecánica automotriz, uno de carpintería, uno de ebanistería, uno de electrónica, una pulpería, un salón de belleza, una carnicería, una tienda de ropa, una pastelería o una cafetería. En cada uno de estos negocios hacen la maravilla de contratar a dos, cinco o hasta siete personas.

Cuando se cierra una pequeña fábrica, un taller o una tienda, se derrumban las ilusiones y el entusiasmo de alguien que quiso crear algo para hacerlo crecer como una extensión de sí mismo, además los empleados van a la calle y la economía del país se ralentiza, es decir, hablamos de algo más que un simple negocio.

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