Soberbios, vanidosos y cobardes

Soberbios, vanidosos y cobardes


Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Una de las enfermedades del espíritu de nuestro tiempo tiene que ver con la soberbia del intelecto, vicio maligno que se ha puesto muy de moda -por estos días- en los círculos cerrados, no solo de los artistas, sino también entre la pléyade de intelectuales presumidos que han inundado las esferas públicas y privadas de nuestra sociedad.

Algunos personajes pretenden hacernos creer que son prestigiosos por lo que hacen a medias, y hasta aseguran que sus admiradores se cuentan por miles reconociendo en ellos, una supuesta eminencia y erudición que solo existe en la mente de nuestros presuntuosos personajes. La soberbia así planteada, puede desencadenar en peligros no solamente domésticos sino también de corte social. No podemos desdeñar el hecho de que muchos de los dictadorzuelos megalómanos que hoy desfilan por el libro de las perfidias, han creído encarecidamente en la superioridad individual, quizás alimentados por la vieja idea del “superhombre” de Nietzsche y el autoengrandecimiento como virtud y principio totalizador de nuestra existencia. La teoría nietzcheana no es irreal, el problema es que está disponible solo para unos pocos.

Más modernamente, muchos han comenzado a caer en el artificio del esnobismo urbano, presas del autoengaño y la certidumbre de saberse superiores en medio de la mediocridad, como si se tratase del rey tuerto que gobierna a sus súbditos ciegos, muy bien ironizado en aquel antiquísimo y trillado proverbio castizo.

Mientras la marea de la mediocridad y la baja cultura inunda la playa de las instituciones y círculos intelectuales, aquellos individuos más o menos cultivados en sus respectivas especialidades y dominios, comienzan a exhibir una sobrevaloración de los dones que no han desarrollado a cabalidad, pero que, a pesar de ello, bajo esa condición de mediocridad, nos vemos obligados a comprar sus productos, mostrados en obras de arte anodinas, estrategias organizacionales inextricables, cátedras universitarias aburridas y hasta columnas periodísticas divorciadas de la realidad social. El fruto de la mediocridad, vendido como “best seller”, periodismo de vanguardia o como un sistema filosófico laxo y confuso, instituye -muy a nuestro pesar y para maldición de las sociedades que los albergan-, individuos presumidos, parásitos del poder, retribuidos injustamente y que ostentan el sambenito de ser “los mejores en sus campos”.

Escribir, esculpir o pintar en primera persona, no hace más que demostrar la arrogancia y la mentecatez de quien ostenta la pluma el cincel o la brocha. La verdadera admiración se convierte en externalidad e influencia mágica, cuando el individuo, a través de su inventiva revolucionaria, hace que los otros le sigan por el mérito de su originalidad sin par.

La soberbia, apoyada en el sarmiento de la superioridad inexistente, es un problema de personalidad bastante común de nuestras sociedades: quienes creen que la supremacía intelectual se encuentra en un locus del genoma humano, o que las inspiraciones surgen cuando a la voluntad se le antoja echarles mano, se equivoca: “Un escritor no escoge sus temas, son los temas quienes le escogen” dice Mario Vargas Llosa, y es verdad: las producciones artísticas y las ideas que se proponen cambiar el mundo no sale de la lectura de los pocos libros que algunos presumen haber leído a cabalidad: no son producto de la literatura, sino que perviven en ese lugar misterioso y esotérico que se llama el subconsciente, esa misma comarca que no se deja domeñar por nada ni por nadie. Y el subconsciente, cuando decide dar rienda suelta a la imaginación, no hay quien lo pare: no necesita de otros, ni de sus obras: actúa por capricho y originalidad natural, ese vericueto destinado solo para unos pocos que no conocen de la vanidad ni la cobardía. Es terreno extraño para quienes se honran a sí mismos -con vítores y fanfarrias- pobladores de la alta filosofía y la teología de altos vuelos; ignorantes mediocres que los tenemos a raudales en nuestros lares.

Entre más autoproclama una supuesta superioridad el presumido, más se aleja de la fuente de la inspiración: sus elaboraciones no son muy diferentes a los productos fabricados en serie, surgidos repetitivamente de las matrices fabriles. Y su escasa luminosidad, efímera como sabemos, se apagará un día cual estrella moribunda, en el gigantismo de la bóveda celestial. Todo por culpa de la soberbia del intelecto, esa enfermedad de nuestro tiempo que ha invadido como un virus a los espíritus más endebles.

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