Dios para cínicos

Dios para cínicos


Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Se ha puesto muy de moda en ciertos sectores de nuestra sociedad, que la gente exhiba en las redes sociales, muestras de amparo y bendiciones divinas, a pesar de que sus existencias no tengan nada que ver con los atributos religiosos ni sean poseedoras de las cualidades que el cristianismo exige a los más devotos. La hipocresía -como en tiempos de Jesús, sino recordemos Mateo 13: 18-30) se ha vuelto una malvada costumbre, que uno se pregunta por qué causa, Freud olvidó al tratar la psique humana, ese extraño comportamiento que ahora está surgiendo desde lo más profundo del averno social.

“Somos inocentes -indicó un delincuente de cuello blanco cuando le apresó la Policía tras descubrirse un desfalco financiero- y confiamos en la justicia divina” subrayó cínicamente ante los periodistas. Una mujer, condenada por los tribunales a dos años de prisión por el delito de asociación ilícita y asesinato, colocó en su perfil de una de las redes sociales más conocidas: “Soy bendecida por el Señor todos los días”. ¿Y qué decir de lo que vemos en el día a día de las redes sociales, principalmente en Facebook y Twitter? Rufianes, meretrices, gigolós, pandilleros, mafiosos y hasta “honorables” caballeros y damas, de no muy respetuosa reputación muestran esa doble moral que decepcionaría al propio Jesucristo quien se preguntaría si su dolorosa inmolación en verdad ha valido la pena.

Esos ejemplos que sobrenadan entre una miríada de actos de fe y de enunciaciones espirituales, no son exclusividad de los pillos e hipócritas que colman los espacios noticieros en las principales ciudades de América Latina. También están vinculados a millones de personas aparentemente honradas que frecuentan con regularidad los templos, y que confiesan fidelidad a los mandatos de sus respectivas congregaciones -y a Dios mismo-, pero que, en su vida privada -y a veces pública-, mantienen una incestuosa relación entre los preceptos morales y la actuación repulsiva con la que suelen romper los acuerdos sagrados y los reglamentos sociales.

¿A qué se debe este fenómeno demencial entre praxis mundana y teoría espiritual que evidencia un cinismo del que parece ya todos nos hemos ido acostumbrando de a poco, como si se tratara de una cuestión, al mismo tiempo que natural, también glorificada? ¿Responderá más bien a un trastorno temporal de la psique social mientras pasa toda esta locura posmodernista del relativismo cultural en la que la maldad del mundo se entremezcla con la bondad suprema en una sola sustancia homogénea? No lo sabemos.

La práctica de la maldad, en toda la gama de ofertas de la transgresión institucional, resulta incompatible con los cánones religiosos. De hecho, el Viejo Testamento trata en un buen trecho, el asunto del orden social y el respeto por las reglas comunitarias de las ancestrales tribus judías. El eje principal del Nuevo Testamento, en cambio, es la crítica a las prácticas religiosas institucionalmente tergiversadas como las que practicaban los hipócritas del ayer, como los publicanos y los fariseos. Jesús se encargó de recordarles el camino torcido por el que andaban mientras sostenían una inquebrantable fidelidad, no con Dios, sino con los intereses de los gremios a los que pertenecían, todo ello sostenido por una ortodoxa maquinaria religiosa que no se parecía en nada a las originarias propuestas mosaicas.

Si bien es cierto que el cristianismo -y todas las religiones monoteístas- pondera el acto de la contrición como condición previa para alcanzar la pureza, la simple adhesión a la institucionalidad religiosa no garantiza la calidad humana de un individuo. ¿Y quién será más desvergonzado: el que no conoce los caminos de Dios y peca, o el que habiendo transitado por los derroteros de la santidad hace gala de su descomposición moral dejando de lado las virtudes que le han sido inculcadas en su formación espiritual? El origen griego de la palabra “hipocresía”, la raíz “upokrisia” que equivale a mentir, pone sobre el tapete de la discusión el comportamiento social de individuos que, utilizando el escudo sagrado de la religiosidad, ocultan los actos más aborrecibles mientras sus perfiles psicológicos se protegen bajo la pantalla de la buena reputación. Freud decía que existen muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados. Desnudar nuestro inconsciente y admitir la inmundicia que llevamos dentro -el “insight” al decir de Freud-, sería un suicidio: a lo mejor, pensaba el médico austriaco, lo más conveniente sea que hagamos un pacto social en el que todos convengamos ser hipócritas, dejar al inconsciente en paz y vivir cada día con la conciencia tranquila sabiendo que hablamos el mismo idioma de la mentira y de la doble moral.

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