Un pueblo con los vasos medio vacíos

Un pueblo con los vasos medio vacíos


JOSÉ ADÁN CASTELAR

Corrupción, narcotráfico e impunidad son los componentes mezclados de una bomba de destrucción masiva que ha arrasado con la población hondureña. La onda expansiva deja el robo descarado del dinero público, la muerte a todas horas y una creciente pobreza, que solo se resumen en un estado de ánimo grave: el pesimismo.

Esta condición es promovida por los acontecimientos brutales que vivimos, como lo demostró EL HERALDO con la publicación de los documentos que implican a oficiales de la Policía en la planificación de varios asesinatos, entre ellos, los casos sorprendentes de Arístides González, director de la lucha antidrogas, y del asesor Alfredo Landaverde.

Para seguir asombrándonos, el exdirector de la Policía, Ramón Sabillón, acusa al gobierno de querer matarlo. Confiesa además que en un interrogatorio miembros de un grupo (ahora extraditado y acusado por narcotráfico) le confiaron que les pagaban a políticos del Partido Liberal y del Partido Nacional, lo mismo que a funcionarios importantes del gobierno, incluido a un hermano del “hombre”, y ahí lo dejó, con puntos suspensivos y a la deducción lógica.

Con la casa desordenada también vino a instalarse la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad (Maccih), y hemos recordado el inventario de escándalos de corrupción que han permitido enriquecer a varias personas dentro y fuera del gobierno, comprar envidiables mansiones aquí y en el extranjero, financiar campañas políticas y darse una vida de lujos que algunos ni siquiera soñaban.

Ahora la situación es que algunos que planearon, estructuraron y detonaron esta explosiva reacción en cadena que destruye Honduras también quieren involucrarse en la catástrofe, presuntamente para arreglarla; así, se integran en comisiones especiales y juntas interventoras, pero solo profundizan la desconfianza.

Solo esto basta para que el pesimismo sea casi inevitable, como síntoma principal de lo que la psiquiatría llama depresión, más el abatimiento y la infelicidad. También nos recuerda que es una doctrina de la filosofía que dice que vivimos en el peor de los mundos posibles.

Se nota en los rostros, se delata en la actitud y la gente lo dice por todas partes, hay un pesimismo que todo mundo arrastra como una losa por los centros comerciales, en los lugares de trabajo, en las reuniones familiares, en los encuentros de amigos y en las redes sociales. Las preguntas son interminables: ¿Oíme, qué va a pasar con todo esto? ¿Meterán presos a los corruptos? ¿Creés que a ese lo toquen? ¿Creés que la Maccih haga algo? ¿Insistirán con la reelección? ¿Y los gringos van a permitir esto?

El pesimismo es también una forma de vida, que a la larga puede aprovecharse para bien, porque permite identificar plenamente los problemas y a sus protagonistas, como ya ocurrió entre los hondureños, que hemos ido conociendo quiénes son algunos de los involucrados en la corrupción y el crimen organizado y, por supuesto, los que aun así pretenden quedarse en el poder.

Si en un intento inédito alguien practicara a todos los hondureños aquel desgastado ejercicio de preguntar cómo ven un vaso con agua hasta la mitad, es probable que la mayoría diga que está medio vacío; pocos dirán que está medio lleno. Solo esperamos que este sea un pesimismo temporal, que se vaya cuando recuperemos la honestidad, la justicia, el estado de derecho, la prosperidad y la paz.

Eso sí, los generadores de toda esta crisis deberían de considerar lo que anunció uno de los más grandes pesimistas, el filósofo Arthur Schopehauer: “Quien ha perdido la esperanza ha perdido el miedo, eso es estar desesperado”

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