A la mano de Dios
A la mano de Dios
MIGUEL A. CÁLIX MARTÍNEZ
La escena se repite una y otra vez, hasta el punto de convertirse en recurrente, común, cotidiana. Se repite más de lo que uno quisiera y más de lo que uno desearía. Ya no recordamos cuándo empezó a ocurrir, pero nos acostumbramos a ella, de un modo tal que se hizo incómodamente familiar, desagradablemente cercana y frecuente.
Primero hay silencio y soledad. Luego, cautela y prudencia de unos pocos que se acercan; minutos después de las voces de alarma, la curiosidad, bullicio y muchedumbre se adueñan del sitio. Antes o después, alguien cercano, una persona hasta entonces ausente, arriba al lugar y es entonces cuando el dolor, pesadumbre y desconsuelo invaden ese crudo espacio confinado al interior de una espontánea ronda que delimitan la curiosidad y el espanto.
Impredecibles, aparecen los oídos, ojos y bocas del anonimato colectivo, prestos a captar hasta el menor detalle, todo lo que se pueda decir, describir y escuchar. Es el escenario para el locuaz, el fisgón, el indiscreto, todos ellos generosos aportantes de la libertad de dar y recibir: no importa si hay fidelidad o licencia creativa, ficción o realidad. Todo se vale, todo se puede en este espectáculo gratuito y para todos.
Tardíos, siempre últimos, acuden los que siguen el rastro de los hijos de Keres (las sangrientas hermanas de Tánatos, deidad de la muerte) para realizar sus indispensables actos sacramentales. Circunspectos, toman medidas y enumeran, escriben, toman instantáneas que irán a álbumes fríos y expectantes de manos capaces de iniciar la vindicta pública. Finalizado su mecánico ejercicio, darán órdenes precisas para cubrir con un sudario sintético el rictus que dibuja un último aliento en el rostro de la víctima.
Con la partida del vehículo mortuorio, se irán de ahí los improvisados invitados. Poco a poco, del mismo modo en que llegaron. Lentamente unos, apresurados otros, cada quien con una historia nueva que contar, quizás la primera, o la última de una colección personal. Con algo de suerte, podrán ligar su vivencia a un reporte noticioso matutino, vespertino o nocturno (quizá los tres) y rememorarla ante los suyos, con detalles verbales propios, aumentados o especulativos. Con mucha más fortuna podrán probar ese “yo estuve ahí” (si tuvieron el buen tino de capturar prolijamente el suceso en un aparatito), pero alcanzarán un inequívoco Nirvana, si rindieron testimonio a alguno de los cronistas, ganando quince segundos de fama a todo color.
En horas (o concurrentemente), la escena se repetirá de nuevo, con entorno diferente y otro compás, quizá con escenografía y ritmo similares, aunque siempre única por sus protagonistas, comparsas y detalles. En un ir y venir de emociones, los convidados asiduos (los oídos, ojos y bocas del anonimato colectivo) creerán vivir un déjà vu, una reminiscencia, que se reinicia sin parar.
E invariablemente, resignados y vencidos, los que aman y penan los duelos de estas tragedias cotidianas, dejarán a la mano de Dios la anhelada justicia, esa que una y otra vez omiten autoridades que no existen y que asisten con horror a su propia ruina.
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