Continuismo y silencio

Continuismo y silencio


Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

La indiferencia y la pasividad frente a los cambios vertiginosos que alteran el entorno social, es una de las características más profundamente arraigadas en la psique del hondureño. Nuestros ciudadanos son impasibles por naturaleza; ni siquiera la muerte, representada en los asesinatos que se cometen a diario logra alterar el espíritu nacional. La gente está imbuida en su día a día; en sus trabajos, en su familia, en sus asados y en el estadio o, sencillamente, pasarse el día a día rumiando en cosas baladíes. Eso sí: el hondureño es crítico en círculos cerrados. Todo le da rabia, le indigna, sobre todo si los problemas provienen del trabajo o del propio Estado y los políticos. Vocifera en la cantina, en la mesa del comedor y las plazas públicas, pero solo entre amigos y familiares. Es sumiso y circunspecto al mismo tiempo. No le gusta que lo señalen; habla a hurtadillas, a espaldas para que no le escuchen y le pongan al descubierto. Las redes sociales resultan ser una buena trinchera para lanzar las granadas del desprecio y la protesta; ahí nadie lo observa, salvo sus propios contactos. Y casi todo lo expresa con el chiste al lado, como para que las cosas no se vuelvan tan serias y la vida continúe su marcha sin horóscopo.

Sin embargo, hemos visto turbas reaccionando iracundas desde aquel aciago 28 de junio del 2009. A partir de ese momento, cualquier perturbación social que el establishment comete, cualquier desenfreno perpetrado en las instituciones del Estado, en cualquiera de las circunstancias señaladas, las reacciones de esas partidas de indignados desembocan en disturbios en los que los protestantes -actuando en su calidad de gamberros-, terminan destruyendo restaurantes de comidas rápidas, y pintando grafitis en las paredes de los centros comerciales. Pero todo lo hace en hordas, en bochincheras y rechiflas como si se tratara de un partido de fútbol. Ese es el nivel de protesta de nuestra reserva moral opositora. En una virulencia superior, uno que otro líder encumbrado por los medios de comunicación, más por llenar espacios noticiosos que por otra cosa, llega a concentrar la atención del público ansioso por ver lo que realmente sucede en su derredor. Es lo que sucede con los llamados “indignados contra la corrupción”.

Mozalbetes más encariñados con los “flashes” y los estudios de los canales televisivos, los nuevos líderes de la protesta se tornaron en mercaderes de la desobediencia y se convirtieron en artículos de lujo para los partidos: muchos resultaron comprados o acallados por políticos sagaces y hasta dieron el sí, sin pensarlo dos veces. De todas maneras la política sirve para mejorar el estatus social de quienes se meten a vivir de ella.

Más allá de eso, los que antes criticaron el continuismo de la izquierda, ahora se mantienen silentes. No han podido ni querido descifrar la telaraña que, como trampa pegajosa les ha tendido el poder. Por ahora no les queda más opción que adherirse o patalear sin causar un rasguño en la humanidad del Leviatán estatal, ese monstruo de mil cabezas que todo lo ve y todo lo escucha. En el otro lado, en el hemiciclo parlamentario, los representantes populares se mantienen ensimismados pensando en cómo hacer los mejores negocios personales, mientras los representados buscan las mil maneras de sobrevivir en el mar de la turbación, valiéndose de sus propios aperos, de sus propias tretas mientras llega el día indeseado. Dios quiera que eso no pase.

Mientras el poder extiende sus tentáculos institucionales, requisito indispensable para allanar los caminos sin impedimentos de ninguna especie, las condiciones sociales, la metamorfosis institucional, y la psique de los ciudadanos se preparan para recibir el nuevo amanecer en la historia hondureña. Porque nada de esto debe extrañarnos: el nacionalsocialismo ascendió al poder por la desidia de los vencedores de la Primera Guerra; los bolcheviques le cedieron la estafeta a Stalin para que completara la segunda oleada roja, y Mao creyó que el Tao y el marxismo eran necesarios para modernizar la China.

Ante la inseguridad ciudadana, la necesidad de protección paterna resulta ser un ardid publicitario que se vende electoralmente si se incluye en los discursos oficialistas; y ello nos lleva a pensar que el silencio es la mejor manera de firmar un “visto bueno” colectivo, libre de obstáculos, o, por el contrario, que a lo mejor estamos a las puertas de algo más grande y estrepitoso que apenas podemos imaginar. Quién sabe.

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