Las dictaduras en calesita
Las dictaduras en calesita
Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
(Sociólogo)
La calesita es el juego preferido de los niñitos en los parques de diversiones. A vueltas y más vueltas del carrusel, los padres ven pasar a sus hijos en cada revolución del armatoste: nueva vuelta, nuevo pago, hasta que los nenes y sus padres se aburren. O ya nada queda en los bolsillos.
Por alguna razón -y perdone usted el parangón-, la calesita nos recuerda a esa vieja práctica política de América Latina que son las dictaduras, debilidad de la democracia nuestra, y que, aún en pleno siglo XXI, sigue haciendo de las suyas. La metáfora de ese juego mecánico con la prolongación en el poder, nos transporta hacia atrás, en el tiempo, y nos retrae a esa apuesta salvadora que enuncian los políticos latinoamericanos de todas las épocas, y que por alguna razón –no sabemos si psicológica o por perversidad política-, deciden quedarse más tiempo en la silla presidencial, hasta que llega un día en que todo se les viene abajo. Para luego regresar.
Las dictaduras se han puesto de moda; no es un “remake” de aquellos cuartelazos, sino una nueva forma de utilizar el juego electoral para afincarse por una buena cantidad de años en el poder. Cuando ya todos creíamos que la democracia había madurado, y las sociedades decidían adecentarse después de una serie de conmociones y épocas de intranquilidad -entre asonadas y revueltas-, aquellos actores del pasado, encarnados en imágenes del presente, retornan con nuevos bríos, esta vez, provistos de novedosos mensajes de redención popular, pero siempre cargados con las mismas ofertas de salvación y de felicidad humana.
Cuando el expresidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra, en su sísmica segunda gestión dijo: “Necesitamos canalizar vuestra pasión para obtener el triunfo y la felicidad del Ecuador” no hacía más que pedir el voto a cambio de proveer bienestar y bonanza a la sociedad; beneplácitos que los políticos con sentido continuista, han adaptado en sus recorridos por la campiña donde anduvieron sus ancestros del partido, encaramados en las mismas tarimas de radioteatros, desde donde, con voz clamorosa y exasperada, logran inculcar entusiasmo en la plebe pasiva, conminándola a depositar el voto el día de las elecciones.
¿Por qué esta manía latinoamericana –del ayer y de hoy- de prolongarse en el poder más allá de lo establecido en las constituciones de cada país? Una cosa es segura: se trata de objetar un principio legal que hace aguas hoy en día: la alternancia en el poder por escasos cuatro o cinco años, impide la aplicación de los proyectos estatales. Pero, por otro lado, imposibilita la consolidación del partido en el poder y con ello la obtención de recursos, de prebendas y mercedes que los mandos estructurados en el organigrama del gobierno pretenden obtener por su fidelidad al partido y al gobernante. Además, huelga decirlo, asegura una paz relativa por un período determinado. Así lo entendieron los viejos dictadores como Trujillo y Somoza, y que arropa a Fidel Castro y a Hugo Chávez -o a su montaraz pero autoritaria versión post mortem apostada en la figura de Nicolás Maduro-.
Pero ni la categoría del dictador ni sus facultades de mando resultan ser un poder omnímodo y absoluto, aunque en apariencia lo parezca: la prolongación en el poder es un premio otorgado al “hombre fuerte” a través de una estructura legislativa que establece las reglas del juego y pone las fechas de comienzo y final del proyecto absolutista. Ese mismo poder legislativo le confiere a los actuales dictadores “democráticos” las atribuciones necesarias para perdurar un poco más en la silla presidencial. Al final –si de consuelo sirve-, todo se distorsiona: al personalizar el poder y hacer del capricho, política, el caudillo y la dictadura pierden esencia y legitimidad, sino que lo diga Nicolás Maduro.
Carl Schmitt, ese insigne filósofo alemán, -nacionalsocialista en sus principios-, pensaba que las dictaduras debían ser instrumentos de transición que utilizan al Estado como un medio de llegar a los súbditos para cubrir sus expectativas de mejora en la calidad de vida. La versión inocente y honesta de Schmitt no contemplaba, al parecer, las dictaduras de América Latina, ocupadas –todavía en el siglo XXI-, en obtener del Estado, ya no el medio, sino el fin de su existencia y de su supervivencia política.
Irónicamente, el proyecto de restablecer la democracia se diluyó en el tiempo. La prueba de fuego para que el multipartidismo, la pluralidad y la apertura al disenso fortificasen, como vitamina para la funcionalidad democrática, terminó en fracaso. Por un extraño juego del azar y por esa tendencia a la maldad política, patrocinada por la estructura legislativa, las dictaduras han vuelto a la arena política. De este modo, el tiovivo de los autócratas -legitimados por las mismas y endebles legislaciones, llenas de fisuras legales-, vuelve a pasar por nuestras narices, en ese ciclo elíptico del nunca acabar que no deja de recordarnos que las dictaduras, vinieron para quedarse y forman parte del juego político de nuestras débiles y acaso descompuestas democracias criollas.
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