La Esperanza

La Esperanza


Por Roberto C. Ordóñez



Pido disculpas por referirme a un asunto personal, pero algunos amigos contemporáneos esperanzanos me sugirieron que escriba sobre La Esperanza, así como lo hago a veces sobre el San Marcos de Colón donde nací. Con mucho gusto trataré de complacerlos, contribuyendo además a la divulgación de algunas costumbres olvidadas.

Por esos avatares de la vida, en 1950 llegué con mi MAMÁ y mi hermano Gustavo a La Esperanza, cuando era presidente el doctor Juan Manuel Gálvez y se estaba construyendo la carretera entre Siguatepeque y Marcala.

Mi MAMÁ y mi hermano llegaron por la carretera recién abierta, en una baronesa con todos los bártulos para una larga temporada ya que mi hermano, mecánico graduado en la Escuela de Artes y Oficios, se haría cargo del mantenimiento del equipo pesado de construcción.

Debido a que yo era el asuro de la familia no había terminado mi sexto grado, llegué después en avión. Las distancias eran tan cortas que el traqueteante y ruidoso DC-3 volaba casi rozando los abundantes pinares.

Al llegar a La Esperanza, ubicada en una altiplanicie, para mí todo fue nuevo. El clima era tan helado que por las mañanas había que limpiar de escarcha los vidrios de los pocos carros que había en la pequeña y bella ciudad. Me extrañó la marcada separación entre los ladinos de La Esperanza y los inditos de Intibucá. Las ciudades gemelas tienen su propio cabildo.

En el mercado de Intibucá los inditos mezclaban español con lenca. Por allí deambulaba Carmen Dunda, permanentemente cantando.

Mi MAMÁ se abrió campo rápidamente entre las mejores familias de la pequeña sociedad provinciana, como los Mejía Rodezno, Mejía Arellano, Mejía Palacios, Larios Mejía, Mejía del Cid, Mossi Sorto, Bustamante, Rivera Girón, Velásquez, Cantarero Palacios y muchos más a quienes pido disculpas por no mencionarlos debido a las viejas telarañas de mi memoria. Mi MAMÁ fue aceptada cariñosamente por las honorables matronas que la visitaban e invitaban frecuentemente a tomar un cafecito vespertino o un ponche infernal nocturno.

Me matriculé en primer curso en el Instituto Normal de Occidente, dirigido por el profesor y coronel Rodolfo Z. Velásquez, amigo y compañero de aventuras guerreras del general Tiburcio Carías Andino.

Don Rodolfo dirigía el colegio con férrea disciplina y su sola presencia infundía respeto.

Llegué con la timidez propia de los adolescentes, cambiando la voz; la cara salpicada de espinillas; un incipiente bozo que se negaba a salir a pesar de que me rasuraba los vellos. En esas condiciones y luciendo un uniforme color gris y una camisa blanca hechos a la medida, me presenté a mi primer día de clases, ante la mirada curiosa de mis compañeros que de todas maneras me acogieron con simpatía y pronto hice amistad con muchos de ellos, tan estrecha que perdura todavía.

Eran mis tiempos de las noviecitas de ojos; del intercambio de papelitos contentivos de poesías amorosas y acrósticos a escondidas de los maestros y de las furtivas agarraditas de mano de los adolescentes que caminan juntos sin hablarse porque se sienten cohibidos.

A veces me sentaba por unos instantes acompañado de una muchacha en las gradas de La Gruta, una bella capilla desde la cual se divisaba gran parte de la pequeña ciudad.

Recuerdo con nostalgia los baños públicos, separados para hombres y mujeres, consistentes en abundantes chorros de agua heladísima que manaba de una montaña. Muchas veces asistí a ellos durante los baños sabatinos y observaba a los mayores echarse un trago antes de ducharse bajo el chorro.

También recuerdo el olor de los durazneros en flor traído por el helado cierzo y el sabor delicioso de los melocotones.

Una vez llegó de vacaciones mi hermana Carmen que estudiaba en el internado de la Normal de Señoritas. Le enseñé a andar en bicicleta y a nuestra casa llegaron muchos admiradores, algunos con serenatas.

¡Cómo olvidar a don Jacobo Borjas, el ocurrente herrero del pueblo!

Todo esto se acabó. Ahora La Esperanza es una ciudad congestionada de gente y vehículos.

Dedico estas remembranzas al doctor Armando Mejía (Mandito) y al abogado César Batres, con quien me encontré fortuitamente en una peluquería, graciano por nacimiento pero esperanzano por matrimonio, quienes me sugirieron que las escribiera…

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