LA POLÍTICA VERNÁCULA Y LA ESCUELA

LA POLÍTICA VERNÁCULA Y LA ESCUELA


Editorial La Tribuna

LA vaina de este marasmo que se sufre es que los políticos y otros amargados han convertido el ambiente nacional en un hervidero. Confrontando unos con otros, atizando –con insultos, groserías e invectivas– el mal humor de la gente, mientras lo que menos interesa es abordar los angustiosos problemas que afectan el diario vivir de los hondureños. No hay debate alguno sobre los temas realmente importantes. Eso rebasa el muy superficial conocimiento que ellos tienen de las cosas. Como –salvo honorables excepciones– no leen, no estudian, ni se actualizan, la escasa cultura para terciar sobre los temas serios que afligen al país, no da para tanto. Esas son cosas muy complicadas. Requieren ahínco y voluntad de construir. Es muchísimo más fácil estar en contra de algo –por no decir de todo– que proponer forma de arreglar lo malo. Tampoco hay agenda nacional que atraiga su atención, aparte del circo de trivialidades con que mantienen divagado al auditorio. ¿Cómo, sin una mínima conciencia de cooperación, en torno a los superiores intereses del país, se puede sacar la pesada tarea de contribuir soluciones? No hay forma de desatorarse.

Así que, para no embotar los sentidos, por un momento siquiera, conviene alejarse de este ruido infernal. Como ya agotamos los puntos que teníamos para viajar, hemos seguido en horas nocturnas, por medio de las pantallas de la televisión, las convenciones de los partidos históricos que se disputan el poder en los Estados Unidos. No que la acrimonia de la confrontación –presagio de cómo será la campaña– sea muy distinta a la nuestra. Solo que el bagaje intelectual de algunos de los oradores les permite rivalizar con cierta erudición y hasta sentido de elegancia. Hay pasajes bellos en esas piezas oratorias que instruyen, que motivan, que convencen. Con frases bien hilvanadas de poética inspiración muestran con elocuencia la razón por la cual esos pueblos gozan de los avances que disfrutan. El discurso del presidente de los Estados Unidos, si bien cargado de política y a veces de embestidas al contrincante, versó sobre los arraigados valores que han hecho de esa democracia un ejemplo –como todo siempre imperfecto– que merece admiración. ¿Cómo no podríamos nosotros también destacar, pensamos, cuando escuchamos decir al candidato demócrata a la vicepresidencia que “fue en Honduras donde aprendió los valores del pueblo: la fe, la familia y el trabajo”? Se siente orgullo cuando en un evento de esta naturaleza –en uno de los países más poderosos del mundo– una de las figuras de liderazgo nacional proclama que en nuestro país aprendió esos valores que moldearon su vida y le fueron útiles en su carrera política y profesional.

Pero si aquí hay escuela –o la hubo– capaz de transmitir este valioso patrimonio, ¿cuál sería el impedimento para que buena parte de la clase política vernácula –y de muchos otros dirigentes dizque representativos de la sociedad– no hayan podido asimilar la rica esencia de lo que el país ofrece? Sin duda muchos compatriotas que sintonizaron los actos debieron percibir esa misma sensación de identidad cuando la actriz afamada por su rol en “Betty la fea” expresó, “sentirse orgullosa de ser hija de inmigrantes hondureños”. Suficiente con esas dos menciones –en una sola noche– para causar desconcierto. ¿Por qué tan baja la autoestima nacional? ¿Qué actitudes equivocadas o conductas nocivas son las que impiden al país levantar cabeza?

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