La reelección: ¿legal, legítima o nada?

La reelección: ¿legal, legítima o nada?


Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
Resulta una empresa muy difícil educar al ciudadano común y corriente, en lo concerniente a los asuntos políticos. Y aunque suene bastante petulante, la ambigüedad entre lo legal y lo moral que arropa a la política, es un problema tan antiguo como el mismo Maquiavelo. Los políticos, como las escuelas de leyes, nos obligan a aceptar sin miramientos los preceptos legales, sentenciando, una vez escritos los contenidos y fundamentos de los mismos, que lo constituido en los códigos, no admite reparos ni desbordes. Es decir, para ambos, lo legal es sinónimo de legitimidad. Nada más alejado de la realidad.

Lo legal es el fundamento del poder. En la relación entre los regentes y sus súbditos, el imperio de la ley representa el cerrojo y la llave que deben ser manejados únicamente por quienes detentan el poder. Fuera de los cánones legales, el desbordamiento exige penalización al infractor, y ese, como ustedes recuerdan, es el basamento del contrato social que impulsaron con éxito trascendental, Juan Jacobo Rousseau y el mismísimo John Locke. Es decir, aceptamos el peso del poder sobre nosotros los mortales, bajo el acuerdo sincero -y altruista-, de que debe existir un orden colectivo y una autoridad legitimada para ejercerlo.

Es en ese momento en el que se desprende el problema entre lo que consideramos como “legal” y, lo que a nuestro juicio y, como consecuencia del acuerdo mutuo en la génesis de las sociedades, sentenciamos como “legítimo”. Le legitimidad abraza, eso sí, todo aquello que consideramos moral, por lo tanto, justo y necesario.

La ley es un marco rígido, frío y férreo. Lo legítimo es un marco que admite la variabilidad de los criterios; tiene ante sí, la envergadura de la vastedad subjetiva y de lo relativo. Pero no debemos andar con rodeos: existen leyes que no son legítimas, y situaciones investidas de aparente legitimidad que no son legales. No es legal que un grupo deponga a un tirano, pero es legítimo hacerlo si el tirano abusa “in extremis” de su autoridad. Ahora: ¿es legítimo que un ladrón robe porque tenga hambre o resulta, por igual, legítimo que un funcionario público haga negocios chuecos para hacerse rico? Ustedes dirán.

En el tema de la reelección presidencial, el problema se vuelve, en su esencia, un rompecabezas de orden legal y de legitimidad. Para legitimar la acción, cuyo objetivo es hacer del actual Presidente, candidato único del Partido Nacional, el politburó de este se ha dedicado a la tarea de recoger, según sus cuentas, un millón y medio de firmas para que no exista discusión sobre la popularidad del mandatario y, para que de una buena vez, no quede la menor duda de quién debe gobernar el país por otra temporada más, que es, al fin y al cabo, el objetivo de todo este alboroto, estéril y turbulento.

Los hondureños hemos sido testigos de ese proceso que comenzó hace un par de años y que, según las autoridades del Partido Nacional, culminará cuando el gobernante actual se siente en la silla presidencial por segunda vez, cosa que, según la Constitución en su Artículo 239, es terminantemente prohibida. Es decir, la intención es, a todas luces, ilegal e ilegítima, porque nada justifica la acción política: ni hay seguridad en el país, ni hemos crecido económicamente hablando, como para que exista aceptación popular expresada en un listado que el propio Partido Nacional, en su calidad de empadronador nacional, maneja a su antojo sin fiscalización ni requisa. Bastan esos dos ejemplos.

El allanado camino que el Partido Nacional ha tomado para certificar la reelección popular, aunque tenga todos los visos de legalidad, es digno de suspicacia. El problema es que la indiferencia popular legítima lo incorrecto y lo chusco de una acción política: nadie dijo nada en los meses previos a la consulta popular –e ilegal- de Mel Zelaya, salvo unos cuantos columnistas, y algunos y contados medios de comunicación. Hasta que un grupo de los mismos políticos nos condujo a la conflagración, optamos por meternos al cuadrilátero. Y todo acabó en orden porque las Fuerzas Armadas solventaron patrióticamente el entuerto.

El problema de la reelección se torna más agudo a medida que pasan las horas. Y como muestra un botón: quienes consideraron ilegal e ilegítima la intención de Zelaya en el 2009, ahora abogan por los mismos lineamientos de éste, solamente que traslapados con otras máscaras que encubren las verdaderas intenciones del grupo en el poder.

En Honduras, los contrapesos jurisdiccionales que engalanan la democracia parlamentaria, se han disuelto e integrado en una aparentemente invencible maquinaria electoral que todo lo legaliza y todo lo legitima, utilizando como medio, desde luego, la autenticidad de las signaturas de los inocentes ciudadanos. Pero todo es ficción, irrealidad y apariencia: en nombre de la legalidad y la legitimidad, lo que ahora acontece con el tema de la reelección propiciada por el Partido Nacional, se consume y se resume en un pasaje extraordinario de la obra de Juan Ramón Martínez “Itinerario de una caída” cuando nos dice sabiamente que “El asalto en contra de la democracia es desde el poder mismo. No para perfeccionarla, sino que para eliminarla”. Amén.

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