ZURRIBURRI Y EL VASO DE AGUA

ZURRIBURRI Y EL VASO DE AGUA


Editorial La Tribuna

EL zurriburri político ha propiciado el más reciente espectáculo para distracción del amable público. El zipizape entre los contendientes se produjo en un foro televisivo, cuando uno de ellos increpó al otro tildándolo de “mercenario”, a lo que el ofendido respondió lanzándole el agua con que refrescaba su garganta. Pero, encendido más aún por la risa burlona del agresor, terminó estrellándole el vaso entero en el pecho. La cobertura de las palabrotas e incidencias subsecuentes –fuera y detrás del telón– ha sido más que abundante para deleite de la afición escrupulosa, incluyendo los videos que se propagaron virales por los medios de difusión, los chats y las inefables redes sociales. A pasadas horas de la tarde se supo que el asesor presidencial optó por renunciar al cargo “por haber rebasado la moral y las buenas costumbres”. Un gesto de desprendimiento, en medio del sulfurado ambiente, casi equivalente a una decorosa rectificación. Sin que aún se conozca si la otra parte involucrada haya decidido –para emparejar las cosas– renunciar a su ilustradísimo “doctorado”.

(Estos episodios reprensibles muestran que si la conducta agresiva es criticable, también lo es la provocación de incitadores. Hasta la ley contempla eximentes cuando se dispara en defensa propia). Lo anterior, no es un caso insólito. Solo evidencia un turbio proceder habitual, en menoscabo al respeto de unos hacia otros. Como decíamos ayer: Algo que, sin duda, le impide al país levantar cabeza, es la acre sensación de malhumor que flota en el ambiente. No se asientan los polvos y todavía quedan perniciosas secuelas de toda la odiosidad instigada por los fanáticos durante el feo conflicto político que sufrió el país. Aquella ponzoñosa influencia inducida en la sociedad tuvo un efecto perturbador en el estado anímico nacional del que no ha sido posible reponerse. El debate constructivo, instructivo y edificante es prácticamente inexistente. El análisis de las materias queda reducido a alegatos insustanciales. En un medio así tan insulso, imposible presenciar intercambios verbales desprovistos de los insultos, las acusaciones, los ataques personales, o que vaya al fondo de los problemas. La intolerancia impide que los haya. El bullicio marca la pauta. El circo eso demanda. Sin mucha inclinación por abordar los delicados temas que afligen a la nación. Porque eso es más complicado y exige estudio. Triste que no haya interés por elevar la discusión a niveles más altos. Ni capacidad tampoco. Las polémicas intelectuales son prácticamente inexistentes. El hábito por la lectura es reliquia del pasado; lo de ahora es otra cosa. Aunque difícilmente se use para educar a la persona. (La red es el novel instrumento de placer, no tanto para aprender, sino para regurgitar la bilis).

La tóxica atmósfera, lejos de castigar lo indebido contemporiza –hasta la exaltación– la alevosía de ofensivos y rabiosos que inflan sus imágenes descalificando todo lo demás. Con solo escuchar el vocabulario del liderazgo político y de muchos dizque guías de opinión, para quienes “todos son corruptos, traidores, golpistas, vendidos, sucios, podridos, inservibles”. Sin que los ultrajados tengan medio de recuperar el prestigio lastimado. La honorabilidad de cualquiera queda en estado de indefensión. Poca fe hay en el sistema si unos y otros manosean las leyes como plasticina. Cualquier persona prudente piensa dos veces qué tanto valga la pena arrimar un bocón a los tribunales. Someterse al extenuante laberinto de la justicia, exponiéndose –mientras transcurren los engorrosos y lentos trámites procesales– como blanco de la injuria despiadada de charlatanes, como de lo que inventan para descreditar a sus víctimas. Todo un vía crucis para conseguir una disculpa. Como arrancarle las plumas a un pollo y después intentar volvérselas a meter. (Quizás por ello es que voces moderadas capaces de orientar, prefieren guardarse, en cautelosa expectativa).

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