Los fenicios y el bazar

Los fenicios y el bazar

Víctor Meza
La brusca y maliciosa “elección” de la Junta Directiva del Congreso Nacional, sin previo aviso, a espaldas de la oposición parlamentaria y en abierta violación a lo que establece la Constitución de la República, es una muestra más de la intolerancia, la arbitrariedad y el irrespeto a la ley que son características básicas en la “cultura” política del partido gobernante.

El actual presidente del Poder Legislativo, un político menor, de fulgor escaso, alérgico a la modernidad y acostumbrado a las prácticas cerriles del conservadurismo de vieja estirpe, es el símbolo viviente de esa “cultura” política atrasada, premoderna, que inspira y alienta todos los aspectos de la gestión parlamentaria en la actualidad. Él y sus colaboradores más cercanos personifican todo lo negativo y arcaico que encierra la “cultura” política del oficialismo, conjunto abigarrado de malas prácticas, zancadillas bajo la mesa, misas negras y conciliábulos sectarios.

Y por eso, debido a esas prácticas tramposas y deleznables, el Congreso Nacional se ha convertido en algo así como un bazar persa, un mercado en que se transan las más inverosímiles operaciones bursátiles, elevando o bajando el precio de las voluntades y los votos. No hay espacio para el debate abierto y democrático, para la discusión sana y enriquecedora. No hay tiempo para la reflexión y el análisis de las leyes y decretos que ahí se aprueban. Todo fluye de acuerdo a los intereses arraigados que cada grupo representa, acorde con las influencias de los grupos de poder o simplemente con los caprichos y deseos de las cúpulas partidarias.

La oposición, más bien los opositores, apenas si tienen tiempo para intentar unirse. Están dispersos, como sin rumbo, víctimas fáciles –a veces hasta parecen ingenuos– de las maniobras de la Junta Directiva de turno, más vale decir de su presidente y sus allegados más cercanos. Otros, los menos escrupulosos, los que siempre están dispuestos a subastar sus votos, se mantienen al acecho, siempre alertas al bamboleo de las ofertas y al valor en bolsa de esos votos. Son las reglas del mercado, los vicios y tradiciones del bazar, el clima de los fenicios, la fiesta de los truhanes…

En una sociedad democrática, la oposición tiene que ser opción, propuesta alternativa, posibilidad diferente. Para ello debe estar preparada y lista para el debate y la discusión abierta.

Debe, por lo tanto, tener acceso a la palabra, ejercer el derecho a la libertad para expresar sus ideas y formular sus planteamientos. Pero eso es lo que sucede en un ambiente democrático. En el Congreso nuestro eso no es posible. Ahí se impone la voluntad omnímoda del presidente, la solícita lambisconería de sus secretarios, la descarada oferta de los diputados “comprables”, los que son capaces de pelearse entre sí viendo caer al suelo una moneda…

Es triste, pero es así. Si alguien tiene alguna duda, que recuerde lo que acaba de acontecer con la elección de la Junta Directiva del Congreso: en una maniobra grotesca y ofensiva a la inteligencia ciudadana – “cachurecadas” les llaman -, los diputados nacionalistas, en alianza con unos cuantos liberales con sangre de fraile y otros tantos tránsfugas con hábitos fenicios, más los dos solitarios votos de los dos tristes representantes de dos partidos que huelen a naftalina y alcanfor, decidieron elegir o reelegir los miembros encargados de dirigir las sesiones del Poder Legislativo. Impusieron su voluntad, aprovechando la dispersión y distracción de muchos opositores que, celosos de su responsabilidad como debiera ser, estaban obligados a estar presentes en la correspondiente reunión legislativa.

A veces pareciera que se ha contaminado tanto el clima político del Congreso, que resulta difícil trazar la línea que separa la picardía tramposa del oficialismo de la ingenuidad sospechosa de los opositores. La frontera se ha vuelto muy gelatinosa y los límites demasiado flexibles y elásticos. ¡Qué pena! Cada vez hay menos espacio para el beneficio de la duda.

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