El cazador de venados

El cazador de venados

Por: Dagoberto Espinoza Murra
La larga experiencia en el manejo de enfermos alcohólicos en los hospitales psiquiátricos nos familiarizó con muchas experiencias relatadas por enfermos en recuperación. También enriqueció nuestro conocimiento sobre este tema lo escuchado en reuniones de AA, a las que se nos invitaba para disertar acerca de la visión médica en relación a la dependencia del alcohol. De esta manera conocimos casos dramáticos que nos impresionaron fuertemente y que guardamos en nuestra memoria para relatárselos a algunos amigos que todavía abusan de la bebida, especialmente en la temporada navideña. En otras ocasiones, haciendo gala de buen humor, algún orador desde la tribuna de AA hacía reír, con sus ocurrencias, a los asistentes que ya viven una etapa de sobriedad.

El lunes de esta semana, mientras me encaminaba a la peluquería, al estacionar el vehículo me saludó, con una amplia sonrisa, un hombre de unos sesenta años; vestía saco y corbata y en una de sus manos llevaba el libro “Cómo vivir en sobriedad”, recomendado por los conocedores de AA. Lo felicito -le dije-, pues si continúa con esta literatura quiere decir que se ha apartado de las bebidas embriagantes. “Así es, y viera cómo ha cambiado mi vida: mi esposa pasa contenta, los hijos me respetan y me dan grandes satisfacciones con sus triunfos profesionales”. Al decirme estas palabras su rostro reflejaba esa expresión de serenidad observable en personas satisfechas con la vida.

Nos despedimos y, cuando caminaba por la acera, recordé que él, en una sesión de AA, nos había relatado cómo, en una Navidad, vendió toda la vajilla que con esmero guardaba su esposa. “Cuando llegaron los invitados, dijo, su compañera de hogar se encontró con la sorpresa que la fina losa había desaparecido. Ella me quedó viendo con unos ojos que más que rabia, reflejaban tristeza. Esa noche comimos en platos de cartón”, concluyó con voz entrecortada. El orador sostenía que ese traspié se debió a la compulsión de ir a comprar la bebida para quitarse la goma.

El peluquero AL es un buen amigo y frecuentemente hablamos de temas que se relacionan con las bondades del programa de Alcohólicos Anónimos. Siempre me cuenta experiencias de amigos o conocidos suyos, con la idea -dice él- de que pueda yo referírselas a un enfermo alcohólico. En esta ocasión me relató lo siguiente:

“Don Pedro A. creció y vivió por muchos años en el pueblo de donde vengo. Fue muy trabajador; le gustaba hacer milpas y los fines de semana se iban de cacería con algunos amigos. Según decían los vecinos, don Pedro era un gran tirador y casi nunca fallaba el disparo. Cuando mataba un venado convidaba a los compañeros de aventura. Siempre la comida era servida junto a varias pachas de guaro y animada con la música de acordeón de un cieguito de la vecindad. Muchos años después, un hermano de don Pedro, militar de carrera, le consiguió un trabajo en la capital y al pasar algún tiempo, hizo su casita, donde vivía tranquilo con su esposa y sus tres hijos. La hembra, Ernestina, que era la menor, se fue para los Estados con un conocido del pueblo y allá trabajan duro y parejo. Los varones dijeron que no querían estudiar. Uno se hizo mecánico y el otro tiene un pequeño taller de peluquería. En la casa solo quedaban los dos ancianos y para Navidad don Pedro agarraba pata de hasta dos semanas. Un mes de diciembre vino su hija desde los Estados y le trajo un televisor de pantalla grande y reluciente. “Este es el regalo para mis dos viejitos” -dijo Ernestina, dándoles un abrazo. Como don Pedro seguía tomando, los varones, que vivían en otras casas, lo amenazaron con internarlo en Santa Rosita. Don Pedro les prometió que por respeto a su hija, únicamente se echaría el último trago y luego se sentó en una silla de madera a ver las bonitas imágenes del nuevo televisor. Todos comían en la salita mientras don Pedro miraba la TV en el dormitorio y, a escondidas, terminaba de beberse la pacha de guaro. De repente se escuchó el estruendo de un disparo. “Se mató mi papá”, gritó Ernestina y todos acudieron a ver lo sucedido. El televisor estaba convertido en añicos y don Pedro decía: “Lo maté, lo maté”. Los tres hijos le preguntaron: “¿Qué mataste, papá?” y don Pedro respondió: “El venado que desde allí -y señalaba el sitio donde había estado el televisor- me estaba haciendo musarañas como burlándose de mí y entonces agarré el rifle y lo maté”.

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