Gálvez y la reelección

Gálvez y la reelección


Por: Dagoberto Espinoza Murra
El presidente Juan Manuel Gálvez ha pasado a la historia patria como un gobernante demócrata, cuya obra física puede compararse a la que se realizó, décadas después, en el gobierno del ingeniero José Simón Azcona. Lo que hizo el ingeniero Carlos Roberto Flores también tuvo dimensiones extraordinarias, pero en un contexto histórico diferente: El huracán Mitch destruyó la mitad de la infraestructura vial y gobiernos y pueblos amigos acudieron generosos en nuestra ayuda.

Conocimos al doctor Gálvez en la puerta de su casa de habitación, contiguo al entonces llamado Hotel Lincoln. Todas las mañanas pasábamos por su acera y por lo menos una vez a la semana mirábamos al hombre elegante, bien vestido, afable, a punto de salir para casa presidencial. “Buenos días señor presidente”, le decíamos los alumnos normalistas que, desde el internado nos dirigíamos a recibir clases en el edificio que está frente a la Secretaría de Salud. “Buenos días jóvenes”, contestaba amablemente el mandatario y luego agregaba: “Estudien, pues hay que prepararse para el futuro”.

Esa imagen, cargada de afecto, la mantenemos viva en la memoria, lo mismo que la de otro presidente muy querido por los hondureños: Ramón Villeda Morales. Los dos exmandatarios fueron convencidos demócratas y transformaron -cada uno con su estilo personal- las viejas estructuras de la sociedad hondureña. Gálvez, pausado, parco en el hablar y de alta estatura. Villeda Morales, magnífico orador, comunicativo; de mediana estatura, luciendo siempre sus lentes con aros de carey.

Más o menos en estos términos le hablé, en un encuentro casual, al poeta Óscar Acosta, expresándole que, en mi opinión, Gálvez y Villeda Morales habían sido los mejores presidentes del siglo pasado. “¿Con igual puntaje los calificaría?” -me peguntó el poeta, esbozando una apretada sonrisa. Noventa por ciento a cada uno, repuse. Conocedor de la gran admiración profesada por mi interlocutor al doctor Gálvez, le dije que los diez puntos que le había restado al mandatario de su predilección se debían al viaje inoportuno a Panamá, en las postrimerías de su gestión, cuando el país más lo necesitaba y al hecho de haber prestado nuestro territorio para la invasión a Guatemala y derrocar al presidente legítimo de aquella nación, coronel Jacobo Árbenz Guzmán. La entonación del Himno Nacional en el acto solemne hizo que la plática quedara inconclusa y pendiente para otra ocasión.
En el sexenio del doctor Gálvez se modernizó la administración pública, se crearon bancos estatales, se construyeron escuelas y carreteras y algo más importante aún fue su actitud tolerante con los adversarios políticos; esto último le valió la desconfianza de algunos correligionarios suyos, acostumbrados a reprimir el menor asomo de protesta ciudadana. Solo esporádicamente comandantes de la vieja escuela dictatorial amenazaban y ultrajaban a liberales y a dirigentes obreros, especialmente en poblaciones alejadas de la capital. La libertad de prensa se respetó, excepto con “Vanguardia Revolucionaria”, semanario al servicio de las fuerzas democráticas del país, cuyos dirigentes tuvieron que abandonar el terruño.

Los amigos de las mieles del poder no tardaron en proponerle la reelección al doctor Gálvez; pero este, como hábil político, sabía que los hondureños estaban ansiosos de nuevos derroteros, de reformas más profundas y no se prestó a los juegos sucios para violar la Constitución, como había sucedido con su antecesor. A las diferentes comisiones que lo visitaban para tal fin les explicó, con la forma ponderada propia de su personalidad, la inconveniencia de una reelección, pues -igual que ahora- estaba prohibida por la Constitución de la República.

Así era el doctor Gálvez. Así deberían comportarse siempre los políticos cuando alcanzan la presidencia de la República, pues hacer lo contrario es llevar al país a confrontaciones estériles. La ambición de poder y de riquezas, aunadas a la miopía política de ciertos dirigentes, arrastran muchas veces a los pueblos a luchas innecesarias. Los ejemplos abundan.

La admiración por el doctor Gálvez la hemos mantenido por muchos años. Una tarde, en el lobby del Hospital La Policlínica, de Comayagüela, nos encontramos cuando él andaba visitando un enfermo. No conocía el sitio donde se tomaban los ascensores y miraba hacia todos lados. Nos acercamos y, saludándolo cortésmente, le dijimos que si podíamos ayudarlo en algo. “Voy al cuarto piso a ver a un amigo”, nos contestó con voz suave. Lo acompañamos hasta la habitación que él nos había indicado, y diciéndole: “Señor presidente, acá debe estar la persona que busca”, nos despedimos de él con la satisfacción de haberle servido de guía a un hombre que tanto bien le hizo a Honduras.

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