El poder, esa droga alucinante
El poder, esa droga alucinante
Víctor Meza
Siempre he sido un obsesionado con las lecturas sobre el poder, en todas sus dimensiones y manifestaciones. Es como una afición. Saludable afición, que me viene desde mis años de estudiante universitario, cuando no acababa de entender las arbitrariedades y abusos del poder soviético en una sociedad que yo, iluso adolescente, creía convertida en el sublime ejemplo del reino de la libertad. Aquel reino que Carlos Marx había anunciado desde el siglo XIX, como la fase concluyente e inevitable del “reino de la necesidad”. Ese era el objetivo, casi utópico: convertir el reino de la necesidad en el reino de la libertad. Muchos años después, en Benghazi, una maravillosa ciudad antigua de Libia, de hecho la segunda ciudad después de la capital, Trípoli, tuve oportunidad de exponer una ponencia en la universidad sobre estos temas, relacionados- vaya esfuerzo académico – con las pretensiones teóricas contenidas en el célebre “Libro verde”, un compendio forzado del “pensamiento” del Coronel Muanmar Khadafi sobre lo que debería ser el nuevo sistema político de Libia, lo que él llamaba la Yamahiriya libia, es decir la República Popular de Libia.
Palabras más, palabras menos, eran términos con los que yo ya estaba muy familiarizado. Diría fastidiado. Había aprendido, en carne propia, lo que era el totalitarismo estalinista en la antigua Unión Soviética, y, lo que era muy importante, el rol de lacayos, de serviles incondicionales, esbirros intelectuales y frailes disfrazados con la ortodoxia estalinista, de muchos compatriotas y antiguos compañeros que fingían lealtad y fraternidad, cuando en verdad eran simples sirvientes a las órdenes del poder omnímodo y abusivo del mando soviético.
Eran los que Roque Dalton, el poeta-mártir salvadoreño, llamaba los “frailes del comunismo local”, especies de sacerdotes deformados de una “religión atea”, tan ortodoxa como petrificada. Desde entonces, y aún antes, como diría el poeta, el tema del poder ha sido una especie de obsesión intelectual en mi quehacer académico y teórico. Siempre, aunque no lo quiera, aun sin darme cuenta, estoy reflexionando sobre el fenómeno del poder.
¿Cuáles son las razones últimas, los impulsos anímicos, los dictados cerebrales, que conducen al ser humano a la obediencia y subordinación ante los hombres del poder, ante los jefes, ante los directores, ante los que dan las órdenes, racionales o no, justas o injustas, lógicas o absurdas…? ¿Cómo es que finalmente funcionan esos mecanismos mentales que hacen que las personas obedezcan y descarten la rebelión, el rechazo y la insubordinación, considerándolas como si fueran conductas anormales e inapropiadas? ¿Qué pasa, en verdad, en la mente de la gente?
Son temas que me intrigan, pero, además, me convocan a la reflexión desde el punto de vista político, sobre todo, a pensar en las consecuencias sociales y de orden público que puede tener la vocación conservadora de mantenerse en el poder por tiempo indefinido. Pienso: ¿cuáles son los resortes cerebrales que hacen que alguien se obsesione tanto con la idea del poder, que no conciba siquiera la posibilidad de abandonarlo? O, por ejemplo, ¿qué resortes mentales mueven el cerebro de una persona, que se obsesiona tanto con el poder y es capaz de diseñar sus nuevas oficinas en función del formato y decoración de las antiguas, las que disfrutaba y usaba cuando era jefe supremo del gobierno? Hay aquí, sin duda, una explicación que ya no cabe en los marcos de la política porque pertenece al ámbito de la siquiatría. ¿No lo creen?
Y si esto es así, si el poder actúa como si fuera una droga, es decir, algo adictivo y constante, entonces, no creen ustedes, mis lectores, ¿que es la hora de empezar a tratar a los políticos no como actores válidos del escenario social, sino como simples pacientes inofensivos de la siquiatría nacional? No es el momento de la silla presidencial; es la hora del diván en la sala del siquiatra.
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