De escuchas y pinchazos

De escuchas y pinchazos

Víctor Meza

En el año 2004, el Centro de Documentación de Honduras (Cedoh), una institución de investigación social y promoción de la cultura democrática, publicó un interesante libro titulado “Democracia, legislación electoral y sistema político en Honduras”. Como anexo al texto principal, agregamos varias entrevistas con los expresidentes del país, incluyendo, por supuesto, una con el propio presidente de entonces, Ricardo Maduro.

En la entrevista correspondiente al expresidente Carlos Roberto Reina, este describió con claridad y precisión el tipo de relaciones un tanto difíciles que mantuvo con los militares, sobre todo en el inicio de su mandato presidencial. Fue claro y preciso, no escatimó adjetivos ni conceptos, y abundó en detalles como el siguiente:

“Dentro de la seguridad detectaron que a través de la música de fondo tenían escuchadores y tuvimos que quedarnos sin música. Imagínese: hasta en mi baño privado había intervención de micrófonos…”.

Recuerdo este episodio ahora que se ha puesto nuevamente de moda la nociva costumbre de escuchar las pláticas privadas de los ciudadanos por parte de los cuerpos de seguridad del Estado. Con una manía casi enfermiza, valiéndose de tecnología de punta, esos cuerpos, los llamados genéricamente “órganos”, invaden la intimidad de las personas, escuchan sus conversaciones telefónicas y penetran en los canales electrónicos para leer la correspondencia y el intercambio de notas que acostumbran los usuarios de las redes sociales. Con o sin autorización judicial, esos entrometidos husmean en la vida de los demás y, valiéndose de los recursos que el Estado debe destinar para otros fines, van borrando lentamente las sinuosas fronteras que separan lo público de lo privado y fijan a su antojo los límites en donde comienzan los derechos y garantías individuales de los ciudadanos.

Lo peor de todo es que cuentan y han contado con el beneplácito cómplice de algunos gobernantes, sobre todo de aquellos que son esclavos de una pasión enfermiza por los chismes y las habladurías, los que no vacilaban en utilizar los aparatos de escucha para conocer las vidas y milagros de sus amigos y enemigos, de los aliados y los opositores. El conocimiento de información tan sensible como personal les concede la fruición del secreto, el deleite enloquecedor de la intimidad ajena, el placer del fisgón. Más de uno se complacía escuchando los dimes y diretes que periodistas tarifados le contaban en prolongadas tertulias en la propia Casa Presidencial. Ese no pertenecía al mundo de la política, sino a la jungla de la siquiatría.

Pero, anécdotas aparte, la peligrosa costumbre de pinchar teléfonos para escuchar lo que hablan los demás debe ser rechazada con energía y decisión. Es un atentado contra las personas, una grave violación a sus derechos, una invasión delictiva en la vida privada de la gente. No debemos permitir que los llamados “órganos de inteligencia”, aprovechando la debilidad estructural de la instituciones públicas, se dediquen a hacer de las suyas interceptando las llamadas y leyendo, con delectación de sicópatas, la correspondencia ajena.

Son muchas las historias del fracaso de tales prácticas en otros países. Basta leer un poco sobre lo que pasó con la policía secreta de Alemania comunista, la tristemente célebre STASI, para empezar a poner las barbas en remojo. Y, por si eso no bastara, hay que ver lo que sucedió con algunos jefes de inteligencia colombianos, que hoy deben enfrentar la acción de la justicia penal en castigo a su desdichada costumbre de pinchar teléfonos y escuchar conversaciones ajenas.

Ahora que está instalada ya la Misión de apoyo de la OEA en la lucha contra la corrupción y la impunidad, sería conveniente proceder a una revisión minuciosa del texto de dos leyes especialmente preocupantes: la Ley de Secretos Oficiales y la Ley del Sistema de Inteligencia Nacional. Todavía estamos a tiempo para evitar el desplome total del Estado de derecho en Honduras.

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