Defensa de la Constitución

Defensa de la Constitución


Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

Desde la creación de la jurisdicción constitucional, la defensa de la Constitución en nuestro país fue atribuida a la Corte Suprema de Justicia, línea que siguió la Asamblea Constituyente que dio vida a la Constitución vigente -fiel a su esquema simplista de fusionar las dos constituciones que precedieron a la vigente-, sin considerar que la mayoría de los países había abandonado hacía mucho ese modelo, para dar paso al que permite la especialización en la materia, lo que finalmente hizo el constituyente derivado, mediante la creación de la Sala de lo Constitucional.

La defensa constitucional consiste en evitar o reprimir los atentados contra la Constitución, la que por ocupar el vértice de la jerarquía normativa es conocida también como “Ley Suprema” o “Ley Fundamental”. Por esta circunstancia, todas las leyes son inferiores a la Constitución, por lo que no es admisible que la contradigan. Las leyes, entonces, son legítimas si se apegan a la Constitución; son ilegítimas, las que se le opongan. Esta calidad que ostenta la Constitución se denomina “Supremacía Constitucional”.

Defender la Constitución de estas agresiones y preservar la Supremacía Constitucional es competencia de la jurisdicción constitucional. Es esta jurisdicción, entonces, la que ocupa el más elevado nivel entre todas las jurisdicciones, porque defiende la ley de más alta jerarquía, de la que dimana la legitimidad del ordenamiento jurídico. En esto radica, justamente, la importancia de la defensa de la Constitución.

Recientemente la Sala de lo Constitucional decretó, en sentencia, la inconstitucionalidad de la Constitución, es decir, deslegitimó la Ley Suprema, porque determinó que la Constitución ha perdido su virtud de validar el ordenamiento jurídico. Por consiguiente, la defensa de la Constitución ya no tiene sentido.

Es, entonces, el sistema de justicia el que reconoce que esa Constitución ha dejado de tener consistencia y fuerza para sostener válidamente el edificio normativo del país. En adelante, cualquiera de sus partes o en su totalidad puede ser declarada inconstitucional, porque su naturaleza intrínseca está cuestionada. Carece, a partir de la sentencia, de lo que toda Constitución debe tener: “Supremacía Constitucional”.

Ese era el momento de defender la Constitución, que no aprovecharon los que ahora hacen acopio de citas de los clásicos de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional, mostrando su incuestionable erudición político-jurídica y su impecable arte argumental, pero que afean cuando lanzan flechas cargadas de epítetos peyorativos -recurso al que apela quien no tiene la razón-, para cuestionar, como si de una ofensa personal se tratase, el legítimo ejercicio que le compete a la academia, en apego al mandato de la Constitución (¡qué ironía!), de contribuir “al estudio de los problemas nacionales”. ¡Y vaya que es un problema nacional que sea el mismo defensor de la Constitución el que declare que esta carece de su principal virtud: la Supremacía! Con ese “parto de los montes” se decretó que ya no tenemos Constitución.

Exitosa habría sido la defensa en ese momento, porque quienes hoy elevan su voz, poseen sólidos conocimientos jurídicos, excepcional talento para expresar sus criterios y prestigio indiscutible para imponerlos. Sin embargo, optaron por observar en silencio e indiferentes como los sicarios, alegando que era un designio divino, perpetraban el crimen. Fueron otros, leales a sus principios, los que, no obstante sus limitados conocimientos, pero convencidos de que era su deber, asumieron su defensa, a sabiendas de que se trataba de un adefesio jurídico.

Ahora ya es tarde. El cadáver de la Constitución es lo único que queda del hecho criminal, y los cadáveres no se depositan en los altares, sino en los sepulcros.

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