En defensa de la Constitución y del Estado de Derecho
En defensa de la Constitución y del Estado de Derecho
Por Octavio Pineda Espinoza(*)
En un país como Honduras es muy difícil defender aquello que no parezca “de moda”, en especial cuando aquello que se nos presenta se pretende señalar como modernizante, pues somos muy dados a exportar y a mal copiar realidades que nada tienen que ver con la nuestra, esto es particularmente cierto en el campo del derecho donde lo mejor siempre es enemigo de lo bueno, y así mucha de nuestra legislación ha sido injertada de latitudes con situaciones jurídicas muy diferentes a las nuestras lo que nos produce problemas particulares en la interpretación pero sobre todo en la aplicación del derecho que hemos convertido como vigente sin la profundidad de la hermenéutica jurídica.
Quizás uno de los campos donde mayor valor autóctono tiene la ley es en la materia constitucional, no solo debido al aprendizaje adquirido después de tener 15 constituciones previas a la actual que han ido incorporando a través del tiempo los elementos más importantes del derecho constitucional que nos ha servido de base sino que también por la inusitada discusión, socialización y debate que origina el asumir un texto constitucional en el cual todas las fuerzas de la sociedad han dado su posición y en la que cada una de las facciones sociales y políticas han entregado su acuerdo como corolario de un amplio proceso de argumentaciones sobre lo que debe y no debe contener una Constitución.
La Constitución hondureña de 1982 fue, en el retorno del país al sistema democrático después de 16 años de gobiernos militares, el mayor logro del entonces novel Estado de Derecho, se construyó sobre la base de las realidades históricas, políticas, ideológicas, económicas y sociales del país en ese momento y se articuló, de forma visionaria a mi parecer, por los constituyentes originarios, de los mecanismos legales correspondientes para resolver la problemática de su aplicabilidad en el futuro siguiendo una de las reglas señaladas por el maestro Linares Quintana que indica que “La Constitución, en cuanto instrumento de gobierno permanente debe tener la flexibilidad y generalidad que le permita adaptarse a todos los tiempos y circunstancias, ha de ser interpretada teniendo en cuenta no solamente las condiciones y necesidades existentes al momento de su sanción, sino también a las condiciones sociales, económicas y políticas que existan al tiempo de ser interpretada, de manera que siempre sea posible el cabal cumplimiento de los grandes fines que inspiran y orientan a la ley suprema del país”, por tal razón es susceptible de reforma en el 97% de sus artículos y solo persisten como pétreos los señalados en el Artículo 373 y 374 constitucionales que obedecen a una realidad política imperante tanto en aquel tiempo como en este, “aquellos que están en el poder tienen el recurrente impulso por quedarse en él rompiendo uno de sus principios, el de la alternabilidad en el ejercicio de la presidencia”.
Por eso el peligro de caer en la retórica presidencial actual en la que se plantea que debe revisarse el contrato social que conocemos como Constitución, es peligroso, casi tendencioso, porque abona al avieso deseo del titular del Ejecutivo electo impopularmente por apenas un tercio del electorado cuando dos tercios le adversan, y cuya única intención de reforma de la Constitución es la de eliminar los obstáculos para una ilegal reelección, que ya nos ha dividido como sociedad en el reciente pasado con funestos resultados y el hecho de que, desde la academia se replique con visos de complicidad ese discurso, resulta aún más preocupante porque eso no es lo más importante para el país y quizás lo que debería ser objeto de estudio es la legitimidad democrática, en especial la legitimidad de ejercicio o el creciente autoritarismo y la incesante actividad en contra del magno texto socavando los principios de nuestro Estado Constitucional de Derecho y en contra de la promesa constitucional de “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes”.
No dudo que como ejercicio académico pueda ser benéfico el análisis del articulado contradictorio, ambiguo y superado por las actuales circunstancias, ni tampoco es malo proponer reformas que perfectamente se pueden hacer sin desvirtuar a la Constitución que más ha durado (apenas 34 años) en nuestra vida democrática y que es joven si la comparamos con la robusta Constitución americana de más de 200 años y otras de igual data pero proponer en estos momentos, bajo las actuales circunstancias nacionales, de la noche a la mañana, otra Constitución por el simple y cuestionable hecho de modernizar la que tenemos, es peligroso y casi cómplice de las pretensiones del titular del Ejecutivo.
Rousseau, el autor de El Contrato Social sentencia, “Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así también el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto más crece este esfuerzo, tanto más se altera la Constitución; y como aquí no hay otra voluntad de cuerpo que, resistiendo a la del príncipe, se equilibre con ella, tarde o temprano el príncipe debe necesariamente oprimir al soberano y romper el contrato social. Este es el vicio inherente e inevitable que, desde el origen del cuerpo político, tiende sin descanso a su destrucción, de la misma forma en que la vejez y la muerte destruyen al fin al cuerpo del hombre”.
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