Economía… ¿mejorada?
Economía… ¿mejorada?
Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)
En una conferencia de prensa promulgada desde la Casa Presidencial, el ministro de Finanzas de Honduras, Wilfredo Cerrato, anunció –imagino que de manera placentera-, que la economía del país “se ha recuperado en los últimos tres años después de la crisis política y financiera del 2009”. El porcentaje anunciado por el burócrata, y que debemos aceptar sin regateos es del 3.6 por ciento de crecimiento al final del año 2015. Probablemente esa cifra no le diga nada al ciudadano común y corriente o, a lo mejor, apenas le serviría a un estudiante de economía para ratificar la frialdad conceptual de catacumba con la que sus profesores expresan la realidad numérica de una sociedad. Para el gobierno, esa representación simbólica no es más que mera propaganda política que aparecerá anunciada -tal como aconteció- con fanfarrias en los principales medios de comunicación del país.
Sin embargo, en la “realidad real”, como decían algunos filósofos como Zubiri y el desaparecido padre Ignacio Ellacuría, la población sigue escarmentando la hecatombe de los mercados financieros, a tal grado que, lejos de presenciar una recuperación en la calidad de vida nacional, vamos siendo testigos de un deterioro exponencialmente galopante que se plasma en indicadores, ya no de corte economicista, sino, sociales, evidentes e innegables, que contrastan con el informe del ministro de Finanzas hondureño. Entonces recordé las palabras de Adam Smith, el padre de la economía moderna cuando dijo que no podía existir una sociedad floreciente si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Y aunque suene media subversiva la crítica, a decir verdad, lo que se trata es de contrastar ese escenario de carencia escandalizante que los burócratas de altos vuelos no presencian, sino es en la televisión o en los tabloides, frente a los enunciados técnicos que hacen de la teoría económica un Olimpo de fe incuestionable.
Porque, aunque la vida en esta época de mercados globales incentivan la creatividad, el emprendedurismo y la sagacidad en los negocios, no todos nacemos con el “chip” del espíritu “entrepreneur” que ya quisieran los pensadores liberales que todos tuviésemos para hacer de nuestro mundo, esa sociedad abierta de la que tanto hablaban Popper, Hayek y von Mises. Porque una cosa es nacer con la virtud del entusiasmo, y transpirar negocio e industria hasta por los poros, pero otra muy distinta es que el sustrato económico y político en el que nos desenvolvemos penosamente, nos brinde toda la substancia nutricia para que unos alcancen el éxito económico y otros se dediquen a lo que mejor saben hacer que es, vender su fuerza de trabajo como bien lo decían Marx y Engels. Pero sin incentivos financieros y sin inversión, la cosa no es como para ponernos optimistas.
Pero resulta que nuestro sistema económico, por un lado, y el político por el otro -que no debería meter tanto sus narices en eso de la empleomanía-, es tan poco motivador, que los individuos no encuentran los estímulos para desarrollar sus virtudes empresariales y poner a prueba los talentos que la naturaleza les ha dado. Y algunos contestarán que no se desarrollan porque no quieren, porque el acceso al sistema educativo es gratuito, pero es, precisamente, bajo este velo intrincado de acepciones y estereotipos culturales que entran en juego otras execraciones del sistema nuestro que es el de la educación nacional, ese adefesio que todavía camina en yunta de bueyes mientras los mercados vuelan a la velocidad de la luz. Nuestros programas educativos, a todo nivel, no corresponden con la realidad del Nuevo Orden Mundial y el producto es de muy mala calidad: jóvenes sin competencias adecuadas y con limitaciones formativas que les impiden insertarse en los medios competentes que los mercados de hoy en día exigen.
Todo lo demás es pura demagogia, incluyendo los programas de inserción laboral de corto plazo y de pasantías, “express” que son piezas multifacéticas de un mismo rompecabezas publicitario dispuesto por el gobierno para inflar las cifras macroeconómicas.
Sin una revolución liberal en lo económico, nuestro país jamás saldrá del atolladero en el que se encuentra atascado. Y eso implica un gobierno fuerte con visión ejecutiva de largo plazo, un sistema judicial férreo, reglas del juego comercial transparentes y una etapa previa de austeridad rigurosa que es, precisamente, a la que los gobiernos le tienen alergia severa porque se trata de recortar los gastos excesivos que terminarían por comprometer los votos de los ciudadanos.
Así que, mientras las cosas no cambien profundamente, siempre tendremos tecnócratas que, como el ministro de finanzas, anunciarán entusiasmados que la economía mejora mientras un buen porcentaje de los ciudadanos no sienten los efectos curativos de ese bálsamo estocástico que al final -parece ser-, no sirve para nada, salvo para maquillar la cara del gobierno.
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