Una Honduras donde se gana la guerra, pero se pierde la paz

Una Honduras donde se gana la guerra, pero se pierde la paz


JOSÉ ADÁN CASTELAR
Hace tiempo que los hondureños no nos llevamos bien. Nos dividimos entre azules y rojos, de derechas y de izquierdas, golpistas y golpeados, sistemáticos y antisistema, y para rematar, entre barcelonistas y madridistas. Es decir, lo que la ciencia moderna llama polarización social, con todos sus peligros.

La profunda escisión que ha sufrido nuestro país ha colocado de un lado y otro a familiares, amigos, colegas, vecinos y compañeros, aunque también ha reunido a otros para cometer barbaridades o, por el contrario, para condenar las injusticias. Pero han agravado por mucho las clásicas diferencias de clases y propiedad privada que tanto ocuparon a Marx, Rousseau, Von Mises y Popper.

Y esta polarización social se nota más en sus orígenes, entre los políticos. Por eso cada vez que la oposición hace algo es duramente atacada, desprestigiada y reprimida por el aparato estatal. Y al revés, todas las decisiones que toma el gobierno se ven como sospechosas, insuficientes y malintencionadas. Obviamente el que tiene el poder y el dinero domina en esta batalla.

Esta hostilidad generada por la polarización social y política tiene consecuencias devastadoras para una nación: la ruptura de la sociedad, el surgimiento del fanatismo, las posiciones extremas, la venganza, el conflicto en las calles por los dos bandos, golpes de Estado, hasta una guerra civil a una confrontación internacional.

Otras naciones que cruzaron por conflictos superiores al nuestro pudieron resolver sus diferencias. Desde luego, la conducción de su política estaba en manos de estadistas, incluida la figura de un jefe de Estado que pudo asumir la reconciliación del país, aunque también representara una facción del conflicto. Saber moverse entre esa ambivalencia es lo que diferencia a un hombre de Estado, pero es más fácil ser un político insustancial e intrascendente.

Por eso el desafío para los hondureños es encontrar a la persona que recoja los pedazos de nuestra nación y los vuelva a unir, porque lo que hemos visto hasta ahora no está a la altura del conflicto. Y no tenemos que esperar lo que Mandela hizo en Sudáfrica, De Gaulle en Francia, Atatürk en Turquía, Torrijos en Panamá o Lula en Brasil; es seguro que tenemos a alguien aquí, sumergido entre las trampas y los vicios de los partidos políticos.

Hay quien mantiene una pálida luz de esperanza por el diálogo que se ha abierto entre el gobierno y la oposición; el problema es que esas conversaciones solo intentan desbrozar las diferencias políticas que permitan la reelección presidencial, la segunda vuelta electoral o la reforma constitucional con fines electoreros, pero, prácticamente excluyen la polarización social que nos devora.

Desde que se instaló hace dos años, el gobierno ha mantenido una actitud hostil con casi todos los sectores. Maestros, enfermeras, empresarios, industriales, trabajadores, empleados públicos y profesionales han sufrido los embates oficiales; mientras que con los partidos de oposición ha mantenido una actitud pendenciera al sobornarlos y descalificarlos.

Todo esto nos deja dos países en uno: una Honduras triunfalista para exprimirla y derrocharla, y la otra Honduras de la derrota y la desesperanza. Y así no hay quien construya una nación de verdad, próspera, confiada y feliz.

Si estas conversaciones entre gobierno y oposición no se abren y no llevan a más que acuerdos políticos y de intereses personales de los protagonistas; si el que tiene el poder no asume el reto de estadista y mantiene el país crispado y dividido, el que sigue en la silla presidencial enfrentará una durísima contienda, y podrá ganar la guerra, pero perderá la paz.

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