Con la vida a rastras
Con la vida a rastras
MIGUEL A. CÁLIX MARTÍNEZ
Podía imaginármelo como si estuviera frente a la escena. La descripción radial que escuchaba mientras conducía era vívida y emotiva. El presentador -de un canal de esos que transmiten a la vez por televisión y radio- daba cuenta a su audiencia de la historia de un crimen atroz. Después de advertir a su público que debía retirar a pequeños y seres sensibles del frente de la pantalla, el comunicador mostró los restos de un ser humano sin vida, trucidado, decapitado y emasculado con saña. Había en la narración una mezcla de espanto y fingida censura a lo ocurrido, a la que se agregaba la especulación recurrente del porqué del asesinato. Durante los dos minutos que transcurrieron, la voz justificó la sangrienta nota con un ensayado estribillo: “tenemos el deber de informar, de mostrar lo que ocurre; esta es la realidad y no puede ocultarse”.
Cambié la emisora radial a otra ubicación del dial, arrepentido de no haberlo hecho antes, pues mi mente seguía imaginando la información que había escuchado. Azuzado por la historia del narrador, lamenté no haber atendido su vehemente advertencia, pues durante los siguientes diez minutos no pude pensar en otra cosa, aún y cuando trataba de seguirle el hilo a una noticia económica. El pesado tráfico me distrajo un poco y logré obviar momentáneamente lo que había sacudido mi somnolencia mañanera. Momentáneamente.
La semana anterior no había sido fácil. El asesinato de la líder indígena Bertha Cáceres había conmovido a propios y extraños, por su alevosía. Mientras las oleadas de indignación invadían cuanto lugar uno atisbara -medios de comunicación nacionales y extranjeros, redes sociales, correo electrónico, las conversaciones familiares- un atentado contra un lugar de diversión masculina dejaba trece víctimas mortales, ensombreciendo aún más un fin de semana gris y lluvioso. El ánimo estaba aturdido y había que batallar contra la tristeza, para no perturbar a los seres queridos.
Cuando llegué al salón de clases en la universidad, hice catarsis con mis alumnos, quienes escucharon condescendientes las quejas de su profesor, un poco harto del irrespeto a la vida, a la dignidad de las personas, de la violencia que no respeta a nada ni a nadie. Algunos secundaron mi molestia, compartieron vivencias y se pronunciaron solidarios: dadas las circunstancias, agradecí su paciencia y empatía. Antes de concluir la lección, no dejamos de recordar el deber que tenemos todos de cambiar esta realidad, por muy dura que luzca.
Una tragedia en la carretera al Norte -que cobró la vida de los heridos en un accidente vehicular y de los buenos samaritanos que les auxiliaban- me recordó un día después la fragilidad de la existencia humana, pero también de la insensibilidad que nos ha arrastrado hasta donde hoy estamos. Nuevamente, medios de comunicación mostraban con morbosidad y desparpajo las imágenes del percance, cual aves carroñeras que compiten por la cercanía de la sangre y la muerte.
No hay duda que tenemos mucho trabajo por hacer. El respeto al valor de la vida y la dignidad de las personas debe recuperarse. Contra todo y contra todos.
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