Ese incordio de pagar impuestos

Ese incordio de pagar impuestos


JOSÉ ADÁN CASTELAR

A nadie le gusta pagar impuestos, ni aquí ni en ninguna parte. Y en nuestra desconfiada Honduras el asunto se complica porque el ciudadano tiene la certeza de que su dinero se lo roban o lo despilfarran los funcionarios públicos, y de que una política fiscal perversa le cobra a los pobres y exonera a los ricos.

Una apreciación rápida de la población asocia inmediatamente los impuestos con la infraestructura pública, y como muchas carreteras son intransitables, los hospitales insostenibles y las escuelas desechables, la gente se siente estafada; y si le agregamos la escasez de medicinas, la falta de maestros, el desencanto no tiene límites.

Aparte de esto y entre tantas carencias, se nota de lejos que hace falta educación fiscal, que el contribuyente sepa con certeza cuántos impuestos paga, cuánto debe de pagar y por qué. Pero el desconocimiento y desorden en las oficinas recaudadoras facilitan las irregularidades y tantas trampas para beneficiar a unos pocos.

Desde la primera sociedad humana se pagan impuestos, y en el antiguo Egipto aparecen las primeras leyes tributarias, que incluían como pago hasta el trabajo físico. Así en Mesopotamia y en China. El Imperio Romano cobraba a los pueblos conquistados, como lo hacían los asirios y los babilonios. También los aztecas en el México precolombino, que recibían frutos y flores como pago. En la Europa medieval los siervos y vasallos pagaban con sus servicios en la guerra. Y además estaba el diezmo para la Iglesia Católica, entregar la décima parte de lo que se producía. Y el impuesto de barba en la Rusia de Pedro el Grande. Y el impuesto de nobleza en la España de Felipe III. Y luego la infinidad de cargas con la conquista de América. Todos estos tributos eran arbitrarios e injustos, seguidos de castigos severos, suplicios, humillaciones y crímenes atroces.

En Honduras, durante el siglo XIX el gobierno se sostenía con la renta aduanera por las importaciones de todo y las exportaciones de bananos, madera y café; pero era la población en general la que tenía la peor carga a través del consumo. Hasta que algo de justicia tributaria permitió en 1949 crear el Impuesto sobre la Renta, para grabar las ganancias de las empresas y empresarios que nunca habían tributado. Claro que hubo que pedirles permiso a las compañías bananeras y a las mineras que expoliaban el país.

Desde los años sesenta los empresarios y los gobernantes encontraron en el mercado común centroamericano y en los tratados de libre comercio la excusa para exonerar impuestos a las empresas. Así los ciudadanos continuaron financiando al Estado con impuestos indirectos a través del consumo, mientras los países desarrollados se enfocaban en los impuestos directos de la renta y la propiedad. Solo entre 2001 y 2007 el gobierno dejó de recibir más de cuarenta mil millones de lempiras por exoneraciones.

Pero poca gente sabe exactamente lo que está pasando con sus impuestos. Lo nota, claro que sí, en el supermercado, en los servicios públicos, en la gasolinera, en su sueldo siempre insuficiente. Y lo compara con el ritmo de vida de los funcionarios que viven en grandes mansiones, van en carros blindados y en helicópteros escoltados.

El gobierno ha incluido en los programas escolares la educación fiscal, pero hay que llevarlo a la secundaria y a la universidad, y multiplicar el conocimiento, para que el contribuyente sepa que es necesario pagar impuestos, y que el funcionario cobre lo justo y sobre todo no los derroche ni se los robe. Lo que no podrán evitar es que cobrar impuestos siempre será una labor detestable.

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