¿Una nueva Constitución?
¿Una nueva Constitución?
GUSTAVO LEÓN-GÓMEZ
El 20 de enero de 1982 entró en vigencia la Constitución de la República. En 2016 se cumplieron 34 años desde aquella fecha en que la Asamblea Nacional Constituyente ratificó el deseo del pueblo hondureño de constituirse como Estado de derecho, organizado como “república, libre, democrática e independiente para garantizar a sus ciudadanos el goce de la justicia, la libertad, la cultura y el bienestar económico y social”. Estas son las bases sobre las cuales descansa nuestra nación, inspiradas sin lugar a dudas en los principios republicanos que se originaron en la Revolución Francesa, que respondían al clamor de un pueblo oprimido por una burguesía que, dentro de la monarquía francesa, usufructuaba los recursos nacionales para beneficio de unos pocos en desmedro de los muchos. ¿Suena parecido?
La decisión de someterse al sistema republicano que permite una estructura de gobierno compartida por tres poderes de igual importancia, independientes y sin relaciones de subordinación pero complementarios, permite a los ciudadanos gozar de una democracia con la ventaja de tener mecanismos que impidan que alguien pueda convertirse en un ser todopoderoso, esto por supuesto si se mantiene la independencia de poderes, como requisito sine qua non, pues al fallar este elemento, la fórmula deja de funcionar. Algunos piensan que los problemas de corrupción, desarrollo, empleo e injusticia que tenemos en Honduras se originan en nuestra Constitución y que estos se resolverían con una nueva. Ellos, por supuesto, no tienen nada que ver con el problema. Es decir, al tener una nueva constitución, vendría la inversión extranjera por arte de magia, aún y cuando no tengamos un poder judicial independiente y los jueces no gocen de estabilidad en sus cargos. Al tener una nueva constitución, los funcionarios y empresarios corruptos dejarían de transar con los negocios del Estado. Al tener una nueva constitución, desaparecería la corrupción policial y los extorsionadores entregarían sus armas para dedicarse al trabajo honrado. Al tener una nueva constitución, los malos ministros de Estado dejarían de favorecer intereses de grupos económicos para concederles licencias y autorizaciones, concesiones de grandes proyectos, contratos de energía y las entidades estatales y municipales funcionarían eficientemente, despidiendo a todo el personal supernumerario que solo llega a recibir un cheque. Al tener una nueva Constitución, los malos diputados se transformarían en personas cultas, respetuosas, estudiosas y elegirían magistrados de acuerdo a sus méritos y no según la lealtad política.
Debemos hablar con la verdad al pueblo hondureño. Los que hemos estudiado la Constitución podemos decir con absoluta certeza que este cuerpo normativo contiene todos los elementos necesarios para que, cualquier país en el que sus gobernantes actúen apegados a sus disposiciones y a la leyes que de esta derivan, sea próspero, en el que impere la justicia y la equidad, en el que se respeten los derechos humanos y en el que las instituciones cumplan con su papel de balancear el poder público. No cabe duda que el problema de Honduras no es de Constitución y menos de leyes, es de hombres y mujeres sin principios y valores éticos y morales, dispuestos a incumplir la ley y violentar la Constitución cuantas veces sea necesario para alcanzar sus propósitos personales y de grupo y de aquellos que, con nuestro silencio y apatía, permitimos que esto ocurra.
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