¿Cuánto se necesita para vivir: dos millones, diez, cincuenta o cien? Para el corrupto estos límites no existen, su voracidad es imparable, así hemos visto a muchos funcionarios políticos robar todo lo que puedan del dinero público, no importa que sea en la compra de lápices, de una flota de vehículos o la construcción de una carretera, a todo le sacan algo. Por eso los corruptos deben considerarse de alta peligrosidad social, coincidiendo con lo que escribía José Cecilio del Valle: “el ejercicio es, en esta clase, maestro como en las demás. Un pícaro se vuelve más pícaro ejercitando la picardía”.
Y esta patología es parecida a la del psicópata, cuyos rasgos típicos lo muestran como un manipulador, capaz de conseguir lo que sea de los demás; es transgresor con una conducta criminal y cruel; falta de culpa y remordimiento por lo que hace, aunque es consciente de que hace daño; su conducta la guía el raciocinio y el pragmatismo y muy pocos sentimientos; no suele sentir miedo ni manifiesta temor ante el castigo; no considera la opinión de los demás ni le inquieta la reprobación por sus actos; carece de principios morales; es mentiroso compulsivo, egocéntrico, insolidario, desleal, estafador y tramposo.
Esta impresionante lista recuerda a varios políticos hondureños, y casi podría ponérsele nombres; pero también incluye a otras personas que desde fuera del gobierno participan de la corrupción en sus diferentes formas: colusión, tráfico de influencias, especulación financiera, malversación, fraude, soborno, extorsión, nepotismo, abuso de autoridad y hasta lavado de activos.
Como otras enfermedades mentales, la corrupción produce un estado alterado de la conciencia y los funcionarios pierden el sentido de la realidad y la cordura. Resalta aquí la voracidad desbordada y el afán de controlar todo el poder, sin que les importe atropellar a cualquiera o violar la ley.
Para algunos habituados desde siempre a actuar ilegalmente ya no distinguen sus delitos, como recuerda el papa Francisco, es como el mal aliento, el que lo sufre no se da cuenta, son los demás los que tienen que advertirle; pero señala la diferencia entre un pecador y un corrupto, porque el pecador se arrepiente y el corrupto no. Agrega el pontífice: “Quien roba al Estado y dona a la Iglesia es un hipócrita corrupto”.
Así las cosas, no se ve una solución cercana en nuestro país, porque los encargados de la justicia también están contaminados y la impunidad se declara en rebeldía. Tampoco la Misión que envía la OEA (Maccih) parece tener un asomo para combatir la corrupción, porque viene atada, limitada, condicionada y promovida justamente por los que tiene que investigar. Solo queda allá a los lejos una esperanza de que haga algo inesperado.
Pero si los expertos declararan la corrupción como una enfermedad mental severa, es seguro que la mitad de los políticos y a sus secuaces tendrían que recibir tratamiento médico, y les dictarían reclusión inmediata para evitar su amenaza social, y los menos graves podrían quedar inhabilitados para manejar el dinero ajeno. Mientras eso llega seguiremos como la antigua Roma, según denunciaba Cicerón: “Todos robaban, todos saqueaban. Y entonces las riquezas empezaron a considerarse un honor, la pobreza un oprobio y la honradez sinónimo de malevolencia”
Comentarios
Publicar un comentario