Coyote no come coyote
Coyote no come coyote
JULIO ESCOTO
Busca comprender la gente cómo es que los liberales dejaron ir, por repetida vez, su mejor oportunidad de captar una fuerte cuota de poder cuando la pseudo elección (ratificación) de la nueva Corte Suprema de Justicia, hace unas semanas. Y la respuesta usual es que así opera el bipartidismo, guardándose uno al otro, como en la complicidad y el buen matrimonio, ya que del bienestar de uno deviene, racionalmente, el beneficio del otro. Beneficios que se expresan frecuentemente mediante pagos en efectivo.
Lowell Gudmunsund tiene, empero, otra interpretación. Al estudiar la conducta de liberales y conservadores en el siglo XIX, particularmente durante la república federal, el autor trata sobre la “continuidad oligárquica”, que es decir el acuerdo mutuo, escrito o no, entre dos poderosos grupos de mando para que los actos del primero no perjudiquen al segundo y viceversa. De ese modo se asegura que los privilegios de ambos ––excepto ligeras rasuradas y operaciones de maquillaje–– se mantengan intocables, esto es que preserven el statu quo.
Jerónimo Pérez, historiador de Nicaragua, aseveraba que titularse liberal o conservador son solo apodos para distinguirse unos de otros pues que lo que buscan es el poder político sin modificaciones sociales ni económicas. Lo que tratan ambos es no alterar la distribución de la riqueza ni el mando, agitar banderas pero no conciencias, por lo que acaban siendo partidistas, no políticos. Lowell destaca que en el siglo XIX “la norma era que las élites pelearan entre sí sin cuartel, pero que cerraran filas cuando se trataba de suprimir todo tipo de movimientos de clase subalternos que amenazaran echar abajo esta contienda política predominantemente intraclasista o intraoligárquica de liberales frente a conservadores”.
Y esa es la frase clave, “contienda intraclasista”, pues en verdad liberales y conservadores integran una misma clase cuyo primordial propósito es protegerse maritalmente y que, por lo mismo, aunque peleen o aparenten que pelean, el acuerdo sumergido los obliga a no dañar sus fines económicos (explotar a la población pasiva), políticos (mantener el poder), sociales (ser hegemónicos) o culturales (imponen las leyes, la moda, el gusto, el buen ser)… E incluso si llegan a discrepar poderosamente uno del otro basta con que aparezca un nuevo personaje (cierta clase rebelde) para que se vuelvan a asociar, alivien diferencias y se unan para destruir al sujeto histórico entrometido en su fiesta, gala o pastel. “Donde comienzan los intereses materiales terminan las ideologías”, dice Gudmunsund en “Historia general de Centroamérica. De la Ilustración al Liberalismo”, t. III (1993).
De allí que urja reclasificar al bipartidismo y concordar que en verdad es una sola clase dividida entre conservadores nacionalistas y conservadores liberales, la que tras la quiebra de la alianza federal (1838) logró hacerse, hasta hoy, del centenario gobierno de las naciones centroamericanas, desde donde medra con el recurso patrio y desde donde atalaya ––con cualquier recurso necesario–– para que nunca surja y menos triunfe ninguna otra élite opositora en ascenso. Solo así se comprende el absurdo comportamiento liberal en la reciente crisis de escogencia judicial, y solo así se entiende por qué la ultra reacción medieval preserva incólume su proyecto dominador. El coyote se maneja bien en manada.
Hasta que el pueblo ––si existe, hay que dudar––, pues no hay sujeto histórico más poderoso que el pueblo, rompa el esquema y eleve nuevas fuerzas al acceso del poder. Por veces ocupa siglos; pero cuando se quiere, un año
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