LA CONSTITUCIÓN Y SU INMOLACIÓN
LA CONSTITUCIÓN Y SU INMOLACIÓN
Editorial La Tribuna
AUNQUE quizás la culpa más grave que le achacan a la Constitución es que esta fue obra de una Asamblea Nacional Constituyente, virtud de elecciones libres y multitudinarias, convocada con el solo propósito de redactarla y organizar los poderes del Estado partiendo de la voluntad soberana del pueblo, después del rompimiento del Estado de Derecho cuando por 16 largos años de gobiernos militares el país estuvo regido por decretos ejecutivos. Conforme al peregrino criterio de los que preparan el nuevo proyecto de Constitución, lo conducente es que la carta fundamental sea el resultado –no de la voluntad popular expresada en un momento histórico excepcional– sino del “copy paste” de pedazos de otras constituciones ajenas a la idiosincrasia nacional, más la apurada inspiración de un pequeño grupo sobre lo que, a su juicio, conviene y no conviene a la sociedad, con la asesoría de forasteros y la fina contribución de nativos, como tesis de graduación en alguna cátedra de maestría de derecho constitucional que ofrecen en el campus universitario.
O nunca se sabe, ya que podría ser la caricatura irreconocible garabateada por sectores convocados al azar para fines de hacer micos y pericos de la actual Constitución, pese a que un documento jurídico tan superior en jerarquía, solo es posible en momentos muy especiales del devenir histórico de los países, cuando hay unánime expresión popular para ello, bien después de una revolución que da al traste con el statu quo, o cuando se rompe el Estado de Derecho y debe restaurarse, o bien como partida de nacimiento de las naciones que requieren un marco jurídico constitutivo, tal como magistralmente lo precisa el abate Emmanuel Sieyés, padre del Derecho Constitucional: “Una Constitución supone ante todo un poder constituyente”.
O para mejor proveer la definición que ofrece el jurista Carlos Sánchez Viamonte del poder constituyente: “como la soberanía originaria extraordinaria, suprema y directa en cuyo ejercicio la sociedad política se identifica para crearle sus órganos de expresión necesaria y continua”.
Explica que, “es soberanía originaria porque es su primera manifestación de soberanía y da origen al orden jurídico; extraordinaria, porque a diferencia de los poderes del gobierno, que son ordinarios y permanentes, el poder constituyente solo actúa cuando es necesario dictar una constitución o reformarla y cesa cuando ha llenado su cometido; suprema porque es superior a toda otra manifestación de autoridad, desde que crea o constituye los poderes constituidos, determina su naturaleza, organiza su funcionamiento y fija sus límites; directa, porque según la doctrina que inspiró su creación, su ejercicio requiere la intervención directa del pueblo por medio del referéndum o el plebiscito”.
O si lo anterior no fuese suficiente leamos a Jorge Xifra Heras en su texto de Derecho Constitucional: “El poder constituyente refleja la más genuina expresión de la actividad política. Se exterioriza en las decisiones fundamentales aptas para crear e imponer originariamente un orden jurídico nuevo.
Es la voluntad espontánea, excepcional, eficaz, que plasma en el derecho una concepción del Estado”. (Fin de las citas). De allí que en las circunstancias actuales –aparte que el Estado de Derecho ya está constituido y operando– es imposible sacar de la manga de la camisa una nueva Constitución, y menos en las condiciones políticas de estrechez en la que estamos, ya que ello presupone el rompimiento del orden constitucional.
Cabría, sin embargo, reformas a la actual Constitución, de acuerdo al procedimiento que ella misma establece. Dios quiera no resulten con otros disparates como varios que le han metido después de tanto manoseo, que la hagan perder la armonía y la consistencia que requiere todo texto jurídico. Pero hasta allí no más. Aunque como aquí las cosas son de otra forma –funcionan patas arriba– la Constitución junto a la vastedad de tratadistas de derecho constitucional que ilustran sobre la doctrina, son culpables de que la carta fundamental no contenga un procedimiento para su inmolación, que permita evaporarla y sustituirla por nuevos proyectos de Constitución elaborados al gusto de grupos de interés.
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