La mejor empresa, el Estado

La mejor empresa, el Estado


Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

La noticia aparecida en los principales medios del país, daba cuenta que el vicepresidente del Consejo de la Judicatura, Teodoro Bonilla Euceda, había sido suspendido de su cargo acusado por el delito de tráfico de influencias. La cesantía del funcionario incluía la prohibición del goce de algunos privilegios entre los que se contaban, el uso de su escolta personal, sueldos, pagos de facturas del servicio de telefonía celular, personal auxiliar, viáticos, así como otras prebendas que suelen gozar los altos jerarcas del gobierno, para quienes las regalías suelen exceder -y en mucho-, a las que gozan los directores y gerentes en la empresa privada.

Pero no fue la falta cometida por el burócrata señalado lo que llamó poderosamente mi atención, sino, la cantidad de subvenciones a las que se hacen acreedores los empleados de las instituciones gubernamentales que ocupan puestos medios y gerenciales, sobre todo si tomamos en cuenta la aparatosa situación financiera del país y la efectividad real de los funcionarios públicos en los asuntos del servicio al cliente.


No deja de asombrarnos la larga lista de los absurdos beneficios que se otorgan en el Estado que, como en el caso del funcionario en mención, sirven para privilegiar a una casta de “servidores” públicos que se conceden dispensas, regalías, bonos, comisiones y viáticos, seguramente otorgados bajo la idea primigenia de que los burócratas se sientan gratificados con el nivel de paga, y para que, aunque los sobornos del mundo exterior resulten irresistibles, el Estado puede estar seguro de que el empleado no caerá en las tentaciones ni terminará vendiéndose al mejor postor.

La lógica detrás de todo esto es buena en principio: lo que se critica es la sobreabundancia de prerrogativas concedidas sin miramientos financieros de ninguna especie. Por otro lado, los empleados de los niveles inferiores en la escala institucional pretenden saborear -imitando a sus superiores-, las mieles de todas esas cortesías brindadas sin ningún recato por alguien a quien la crisis de las finanzas del Estado le importa un pepino. Es muy común ver en pueblos y carreteras a grupos de trabajadores de los diferentes ministerios, gozando de la buena vida a costa de los jugosos viáticos y gastos de representación, que, sumados a las compensaciones percibidas por los viajeros constantes y expertos en asuntos públicos, aumenta en un buen porcentaje lo establecido en la planilla salarial.

Es verdad que a cada quien se le paga según la naturaleza del trabajo, habilidades y créditos exigidos para el cargo, pero no menos cierto es que los salarios son una imposición arbitraria y antojadiza que casi nunca es el reflejo fiel del nivel de productividad del empleado. Funcionarios con un muy bajo rendimiento productivo, y de contribución por resultados a ras del cero, siempre recibirán a fin del mes, el salario completo, más sus beneficios sociales. ¿De qué se preocupan?

En la empresa privada ocurre todo lo contrario: los réditos se miden por las metas alcanzadas, que al mismo tiempo generan la riqueza para el sostenimiento de cada empresa. Viáticos y beneficios son dables en la medida en que suponen una tasa de retorno sobre lo invertido y generen utilidades: no se trata de premios ni regalías para quedar bien con los colaboradores, sino de inversiones establecidas en los parámetros de efectividad real en los procesos. Uno invierte para ganar, sino no tiene sentido el negocio.

En el sector público se ignora –consciente o inconscientemente-, que el dinero proviene de los contribuyentes y de los que trabajan arduamente para generar riqueza. Disfrutar de los bienes que otros producen es la especialidad de los funcionarios del Estado. Todo eso redunda en una cultura del despilfarro en la que los servidores del pueblo, atracan el tesoro nacional sin considerar que vivimos en un país pobrísimo y que, como tal, debemos medirnos a la hora de consentir esas extravagancias que en las organizaciones denominamos impunemente como “beneficios de ley”.

Al ser testigos de esas regalías que se adjudican en el aparato estatal, uno no puede menos que concluir que la propaganda sobre el uso racional de los recursos, los recortes de presupuesto, el estancamiento de salarios y la reducción de costos, no es más que pura demagogia de los políticos para mantener una partida de correligionarios y compadres contentos. Ahí la teoría weberiana sobre la profesionalización de la burocracia, adquiere su más amplio sentido y más aún: la rebasa porque, en países como Honduras, los exorbitantes beneficios económicos de los funcionarios de alcurnia nos indican a todas luces que el Estado sigue siendo la mejor empresa no solo para hacer carrera, sino también por qué no, para enriquecerse.

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