Revolución o ridículo

Revolución o ridículo


Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Lenin escribió una vez: “Llegado a su madurez, un hombre enfrenta dos horizontes posibles: la revolución o el ridículo”. La frase del gran líder soviético quedó relegada, muy a propósito, escondida en algún lugar de la historia, quizás para darle mayor relevancia a las consignas más guerreristas y a los enunciados que acentuaron la sed de venganza entre los militantes bolcheviques. A partir de aquel momento, la venganza tomó el color de la epopeya hasta lograr colarse al alijo entre los libros de historia, para deleite de los revolucionarios de todo el mundo. Desde entonces, Stalin, Mao y el Che, se volvieron leyendas indiscutibles, y sus pensamientos y doctrinas quedaron grabados en la memoria, a la manera de catecismos ideológicos que los revolucionarios del siglo XX echaron mano sin cuestionar sus contenidos.

Y una de las peores ignominias de la historia es, precisamente, esa: haber heredado a las nuevas generaciones, la creencia absoluta de que la razón histórica se reservaba el derecho de asignarle a las izquierdas de todo el planeta, la misión de cambiar las estructuras sociales siguiendo el trazado de Marx y las ideas de aquellos superhéroes que añoraban un mundo de igualdad y justicia aunque fuese a punta de bayonetas.

Parece que la máxima de Lenin no caló en el alma revolucionaria: en lugar de hacer la revolución, lo que hicieron fue el ridículo. Tengo dos impresiones sobre la caída del comunismo, y una de ellas no es precisamente la escena donde miles de jóvenes alemanes derriban a punta de picos, el ya desaparecido Muro de Berlín. Son otras: la del secretario del Partido Comunista de la exURSS, Leonid Breznev y el primer ministro de la RDA, Erich Hoeneker dándose un beso apasionado en la boca en 1979; y la otra es la de unos niños rusos jugando inocentemente sobre la derribada estatua de Stalin. La primera no se deriva de mi morbosidad latina, sino más bien del simbolismo de un amor eterno que un día se juraron ambos mandatarios -el llamado “beso de la muerte”-, pero que un día, a finales de los 80, se acabó para siempre. La segunda es la metáfora de la muerte y la resurrección. Y cuando hablo de muerte, me refiero a las exequias de un cuerpo doctrinario que nunca más volverá a ser lo que solía ser: un análisis científico de la realidad histórica, seguida de una guerra internacionalista en nombre de la liberación de los pueblos y, finalmente, una economía de marras que termina haciendo el ridículo frente a los postulados del mercado libre y el capitalismo.

Y de ahí, a la resurrección en América Latina. Mala resurrección esta, la del marxismo tropicalizado: se disuelve en menos de 20 años. Sus fundamentos son retenidos a pura fuerza, por un par de necios que la historia jamás podrá absolver: los Castro en Cuba y los herederos de Chávez, en Venezuela. Mientras en el resto del mundo la ideología marxista se disuelve de a poco, en Latinoamérica, florece en medio de las ruinas con un retoque de invención y moralismo, y para que se encargue -según sus apologistas-, de los sufrientes de este continente.

Cuando el expresidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso -sociólogo de lectura obligada en las facultades-, decía que “la izquierda es burra” y “olviden todo lo que escribí,” les conminaba a hacer la verdadera revolución, la misma de la que hablaba Lenin.

Pero la izquierda latinoamericana sigue empecinada en torcer la historia. El Socialismo del Siglo XXI vuelve por los fueros perdidos, con una mezcla de autoritarismo y militarismo pero con los mismos armatostes de la economía planificada y los mismos antediluvianos esquemas cubanos de exportar la revolución tanto como el azúcar. Siguen obsesionados con la idea del igualitarismo que tanto ha empobrecido a la isla y ahora a Venezuela: la necedad condena a la izquierda a morir dos veces por la misma causa.

¿No será que la verdadera izquierda, la revolucionaria -no la usurpadora- no se ha percatado del asunto y sigue trabada con el prejuicio del paraíso de la igualdad? A lo mejor, la escapatoria está en ese simple aforismo del que tanto hablaba Lenin. Esa salida es más revolucionaria de la que ellos imaginan, pero más rica en oportunidades; solamente que exige humillación y contrición responsable. Menuda tarea la que le espera a la izquierda latinoamericana para no seguir haciendo el ridículo como hasta ahora.

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