La mentira oficial

La mentira oficial


JULIO ESCOTO

Todo gobierno miente, el complicado arte del mando aconseja protocolos de ocultamiento. Pero en diversas situaciones su razón es estratégica, cuando la vía estatal demanda temporalmente ––pues no hay secretos eternos–– mantener discreta cierta información hasta que maduren las circunstancias propicias para darla a conocer; la historia está llena de esto.

Son las arcas del Cid rellenas con arena para burlar a los prestamistas judíos, la explosión yanqui del Maine para empujar la guerra contra España, Hitler maquillando con el tratado Molotov la inminente (y aleve) invasión a Rusia, la excusa de las torres gemelas y las armas de “destrucción masiva”... La guerra y particularmente la economía (han de ser lo mismo) obligan al hombre a engañar, principalmente a los estadistas.

Pero en generalidad, mal que bien, la falsedad pretende allí algún beneficio para la nación, no importa las retorcidas varas con que se la arma. Se falta a la ética por supuestamente un fin ulterior que será de provecho para la sociedad y el riesgo ante la historia encuentra así motivo. E incluso si se usa algún recurso colectivo ––presupuesto, bienes–– el rédito que su empleo provoca se justificará tras revelarse la verdad. Muy opuesto es mentir por la mentira misma, por el lucro personal y la corrupción, que es infamia y delito.

El informativo El Libertador ha probado recientemente que el famoso avión presidencial Embraer, alegadamente donado por Taiwán ––una de las administraciones políticas más corruptas de Asia–– no fue tal sino extraído de las cuentas aún invisibles de la Tasa de Seguridad y que su costo ascendió a la inverosímil suma de 300 millones de Lempiras (Resolución CNS del 31 de octubre, 2014).

Mil reflexiones despierta este embuste, desde el abuso de poder a lo injusto y cruel de invertir en una máquina relativamente superflua montos que estarían mejor destinados al desarrollo, la educación y hospitales. Con solo considerar la pobreza social de Honduras, terriblemente hundida en pantanos de miseria y desempleo, de violencia e inseguridad, el alma se contrae y sale una grosera palabra ante tanta ingratitud... Y luego, la mayor figura política del país, y su entero gobierno, mintiendo, peor aún, con absoluta y controlada frialdad, con descaro e impunidad, como si no estuviera en sus funciones precisamente lo contrario, ejercer como autoridad moral, guía y conductor espiritual de la nación, símbolo primero de honradez en la república... Hoy sí es obvio que estamos a trescientos años luz de José Trinidad Cabañas.

Y lógico que esa impostura es delito, tipificado no solo por los códigos universales de ética gubernativa sino por ley interior. Delito cuya trascendencia se contagia a todos los actos de Estado tornándolos incluso, si buscas teorizar, en nulos por cuanto la fuente de todos ellos, la voluntad o jurisdicción que los gesta es nada de fiar. En otra nación civilizada del orbe ya hubiera intervenido la fiscalización de la justicia o, por respeto moral a la persona misma que mintió y a los engañados, el funcionario hubiera renunciado al cargo.

Acá no, aquí el mendaz se resguarda en su postura oficial y en su manejo semidictatorial del poder político. Hasta que un día resplandezca la verdad, se ajuste cuentas o quizás, siendo imposible eso, vengan los gringos y lo extraditen rumbo a juzgados externos. De tan primitivos, o tan abúlicos e indolentes, o tan consentidores, o incapaces de reclamar con airada sangre sus propios derechos, algunos pueblos acaban viendo a los aviones ajenos como obra de Dios y a la intervención foránea cual panacea histórica.

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