La nueva Corte Suprema y el Estado de derecho
La nueva Corte Suprema y el Estado de derecho
NICOLÁS RISHMAWY
En Honduras nos encanta hablar del Estado de derecho, aunque todos sabemos que vivimos en un estado de indefinición jurídica. Nos referimos a la interminable colección de leyes y reglamentos con que contamos y que nunca atendemos, excepto cuando algún funcionario opta por la arbitrariedad total.
El momento político que estamos viviendo con la elección de los magistrados a la nueva Corte Suprema de Justicia constituye una oportunidad excepcional para sentar los cimientos de un Estado de derecho en pleno.
Pero, ¿qué es el Estado de derecho? Algunos abogados y muchos funcionarios afirman que si se satisfacen las formas y si el gobierno se apega a la legalidad, vivimos en un Estado de derecho. Desafortunadamente, las cosas no son tan sencillas.
La vigencia de un Estado de derecho se fundamenta en tres características esenciales: a) la garantía política y jurídica de los derechos individuales y de propiedad; b) la existencia de un poder judicial eficiente que disminuya los costos de transacción y que limite el comportamiento predatorio de las autoridades; y c) la existencia de un ambiente de seguridad jurídica en donde los ciudadanos puedan planear la realización de sus propios objetivos en un contexto de reglas conocidas.
En atención a lo anterior tenemos dos problemas. El primero es la estructura jurídica misma, que privilegia la discrecionalidad de la autoridad. Esto le confiere enormes facultades al gobierno y daña el entorno dentro del cual los ciudadanos -desde los consumidores hasta los votantes, los ahorradores y los inversionistas- tienen que tomar sus decisiones. En la medida en que se perciba que la autoridad actuará en forma caprichosa y, peor, que la ley le confiere esa facultad, el ciudadano va a responder en consecuencia.
El segundo problema tiene que ver con el profundo cambio que entrañaría la adopción de un Estado de derecho. Abusar de la retórica de la legalidad es fácil y todos los políticos lo hacen en forma cotidiana. Sin embargo, comenzar a vivir en un mundo de legalidad en el que los ciudadanos se convierten en la razón de ser del gobierno y en que sus derechos tienen primacía sobre la actividad gubernamental, entraña mucho más que una decisión política.
Estamos dando un enorme paso en dirección de la democracia y la legalidad con la elección de la nueva Corte Suprema, pero se trata tan sólo de un primer peldaño en una larga escalera. La legalidad y el Estado de derecho no se van a construir por arte de magia; más bien, su consolidación será resultado de un persistente empeño por parte de todas las fuerzas políticas de llegar a un acuerdo, de establecer las bases políticas que den sustento a un nuevo orden institucional. Sin un pacto político que le dé sentido y contenido a una lucha por la legalidad, las perspectivas de consolidar un Estado de derecho siguen siendo nulas. Empero, esto solo podrá ocurrir una vez que el conjunto de las fuerzas políticas reconozca que su única opción de éxito reside en entenderse con las demás. Las legítimas diferencias de orden político o ideológico tienen cabida, siempre y cuando acepten cimentar un principio fundamental: el fin de la arbitrariedad.
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