MACCIH o la dignidad perdida

MACCIH o la dignidad perdida


Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

La corrupción en América Latina, es hija de una democracia liberal mal entendida y mal aplicada. Ese error que ahora nos cuesta caro, trajo como secuela un sistema político que, además de ser un adefesio filosófico, resulta ser una pestilencia institucional con la cual nos acostumbramos a convivir como las ratas en alcantarilla. No conocemos otro método político, al menos no como idea universal. Y algunos -los más-, en su sencillez, y otros -los menos-, con la intención calculada, abusan del concepto, como si cada quien tuviera el dictamen correcto de su lado. Por eso, Sartori se expresa mal de la democracia cuando la llama “un discurso plagado de celadas”, como si el ejercicio democrático se tratara de pareceres entre interlocutores de la calle, o como cuando las ideologías tratan de vendernos un producto político que compramos sin vacilar, impulsados por el consumismo electorero y la patética irreflexión plebiscitaria.

No sucede lo mismo cuando los valores originales de una nación surgen del consenso espiritual establecidos por los padres de la patria, Los mecanismos del poder se establecen según conveniencia de los ciudadanos. Difícilmente se modifican, y cuando esto sucede, la decadencia institucional se hace presente, echando por la borda la pureza de los cánones originales. Así, los padres fundadores de los Estados Unidos de América, legaron a sus descendientes un corpus irrestricto no solo de leyes fundamentales de carácter religioso, sino también de un modelo axiológico que promueve la libertad y el respeto entre los ciudadanos. Y esa vigencia se mantiene a pesar de los vaivenes de los tiempos. Y en eso consiste la solidez de un liberalismo -político y económico- exigido como forma de vida desde los albores de la confederación norteamericana.

En América Latina las cosas se fueron por otro lado. La libertad política y económica fueron transformadas en dos gametos doctrinarios que preñaron las nacientes repúblicas y cuyo resultado fue un ser abominable ni siquiera parecido al gigante de Hobbes. Ese parto fue un yerro de la historia; una abominación de la filosofía política, o como decía Nicanor Parra, un “decadentismo de tercera mano”. De ahí nace la corrupción institucional y su anverso, la ambición política de un sector burgués que ha permanecido fuera del sistema, y que ahora lucha con vehemencia sediciosa para tomar el poder, utilizando como punto de partida, ese mal absoluto incrustado como costra en la democracia latinoamericana.

La causa de la crisis hondureña, al igual que la guatemalteca, es de orden y autoridad; una falta de carácter decisionista y de dignidad soberana de nuestra clase política, que ha permitido que ese intervencionismo indignante que ahora nos toca sufrir, nos exhiba frente al mundo como un modelo político y jurídico fracasado que ha hecho aguas y se hundió en el mar de las ignominias de la historia.

Las comisiones especiales -como la CICIG y el aborto de la CICIH-, se han puesto de moda en el istmo centroamericano, convirtiéndose en un deshonroso episodio de nuestra vida republicana; un intervencionismo descarado que muestra la falta de inteligencia política de nuestros “dirigentes” para asumir el mandato de la nación: ahí radica el summun de la decadencia y el deterioro de nuestro sistema democrático. Y por ello, llegamos a este penoso capítulo de la historia hondureña: intervenidos y avergonzados. Es el final de nuestro sistema y no su renacer como algunos nos hacen creer en los foros.

Y, a pesar de ello, todos aplaudimos el circo como si se tratara de una gesta heroica abanderada por jóvenes ególatras y ensoberbecidos, manejados como marionetas, a quienes hacemos creer que la sociedad les debe la salvación de la patria, y que por fin los corruptos tendrán que desaparecer, de una buena vez, del mapa hondureño. Vitoreamos con fanfarrias, que la democracia se remozará con nuevas instituciones y, sin embargo, ocurrirá lo contrario: a lo que asistimos es apenas el comienzo del fin: nuevos actores aparecerán, nuevos estilos de liderazgo surgirán inesperadamente, otros habrán de pagar caro los excesos cometidos, pero el caldo nutricio de nuestro flamante sistema democrático, servirá inexorablemente para que la corrupción permanezca indemne dentro de las fórmulas partidistas, sean estas de izquierdas o de derechas, o de quienes enarbolan el estandarte de la lucha contra la corrupción.

Nada remozará nuestro mal llamado sistema democrático: los que hoy prometen -indignados- acabar con la plaga de la corrupción, habrán de pasarse al terreno de las tentaciones y practicarán -cosa humana es-, el latrocinio institucional, el fraude y la estafa en perjuicio siempre de esos que los catapultan inocentemente a la silla del poder.

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