“Yo también quiero llorar”

“Yo también quiero llorar”


Por Dagoberto Espinoza Murra

Hace unas décadas llegó a mi consultorio una pareja. Él, profesional de la medicina (había sido mi maestro), frisaba los sesenta años y su cabellera lucía completamente blanca; ella, elegante, unos cinco años menor que el esposo, mostraba en su rostro las huellas del insomnio.

Venimos en busca de su ayuda profesional, pues mi esposa está atravesando momentos muy difíciles y todo el día pasa llorando y en las noches casi no duerme, dijo el maestro. Dirigiendo la mirada hacia su cónyuge, prosiguió: “Yo la aconsejo que debe tomar las cosas con calma; aceptar la realidad que estamos viviendo y que le pida ayuda al Señor”.

Ignorando la causa del llanto y del insomnio, me permití preguntarle a ella qué quería decir su esposo cuando le pedía “aceptar la realidad que están viviendo”. “Lo que le voy a contar, dijo la dama, es una larga historia, pero procuraré resumirla para que se forme una idea de lo que estamos viviendo”. Como nuevamente afloraban lágrimas, el marido trató de darle ánimo, diciéndole: “¡Se fuerte; todo tiene solución, menos la muerte!”. Le pedí al maestro la dejara expresar sus sentimientos y puse en manos de la paciente una cajita de pañuelos.

Después de una pausa ella me relató lo siguiente: “Nuestra única hija se casó con un ingeniero extranjero. Él, desde hace diez años, trabaja para una empresa también de capital extranjero y en ese tiempo nacieron nuestros dos nietos: la niña, acaba de cumplir nueve años y el varoncito ya tiene siete. Todos viven en nuestra casa y, como podrá comprender, los chicos han llenado de alegría el hogar. Mi esposo, que se ve tan serio, cuando regresa de algún paseo al campo con el varoncito, viene cambiado: su rostro vuelve a tener la expresión del hombre de treinta que yo conocí. Por mi parte, la niña me hace feliz contándome sus “travesuras” en la escuela. Antes de acostarse, los niños me piden les relate algún cuentecito y al rato se quedan dormidos”.

Para ese tiempo yo no era abuelo y las palabras de la señora me impresionaban profundamente. “Qué bonita relación” me decía sin mover los labios. Pero todo lo que me ha contado, le comenté, es muy bello. Se ve que tienen ustedes una magnífica relación con los nietecitos, agregué, tratando de darle apoyo a su “yo” doliente. Además esas salidas al campo de su esposo con el niño son saludables y usted dice que le caen muy bien. Hasta este momento no encuentro, por lo que me ha referido, la causa de sus desvelos y de sus sollozos.

La paciente se acomodó nuevamente en la silla y me dijo: “Todo lo que ha escuchado es bonito, es bello, es saludable; pero…” como ella se mantenía en silencio y un torrente de lágrimas recorría sus mejillas, le pedí me dijera todo lo que estaba pasando para poder entender su situación y tratar de ayudarla, si estaba a mi alcance.

Enjugando sus lágrimas con uno de los pañuelos ofrecidos, suspiró profundamente y con voz clara se expresó de esta manera: “El problema, doctor, es que a mi yerno lo trasladan a otro lugar; dentro de un mes tiene que estar en Alaska trabajando para la misma compañía en aquel Estado, donde el sol solo aparece dos o tres meses al año. ¿Se imagina -prosiguió- la vida que llevarán mis “pajaritos”, como les llamamos a estas lindas criaturas?”.

Procuré mantener la objetividad profesional y traté de convencerlos que sus nietos tendrían que viajar con los padres, pero que podrían venir de vacaciones a visitar a los abuelos. Les aconsejé platicar con otra pareja que estaba pasando igual situación, pues una de las hijas tuvo que viajar a un país africano donde habían enviado al marido. Mis palabras no resultaban convincentes, pero ella aceptó tomar un medicamento para conciliar el sueño. El marido -mi maestro- me pidió que sus esposa nos dejara solos unos minutos, para decirme algunas cosas. Accedimos a su solicitud y, ya solos en la clínica, se me aproximó y, dándome un abrazo, prorrumpió en llanto, balbuciendo estas palabras: “Yo también quiero llorar, pero me hago el fuerte para darle fortaleza a mi esposa”. Le ofrecí mi hombro para que apoyara su cabeza y allí comprendí el amor entrañable de los abuelos.
Dos días después de la entrevista, el marido de la hija recibió un mensaje diciéndole que su permanencia en Honduras se prorrogaba por dos años. Esta noticia fue la mejor medicina para la depresión de sus suegros.

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