¿Qué clase de Estado somos?

¿Qué clase de Estado somos?


Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

El Estado reconoce paladinamente que no puede garantizar la integridad ni la vida de las personas, cuando acepta oficialmente que sus funcionarios, en ejercicio de competencias en las que arriesgan su seguridad y la de su familia, busquen protección en el extranjero.

Esto sucedió con el fiscal que inició la investigación y se aproximó peligrosamente a quienes hoy están acusados o señalados, por el saqueo en el IHSS.

La persecución se inició contra su estabilidad, luego fue contra su vida, según información que le fue confiada por los órganos de inteligencia, que, sospechosamente, fueron muy efectivos en conocer de la amenaza, pero inútiles en la identificación de los responsables de la misma. Si hubo amenaza, esta no podía provenir más que de los involucrados en el saqueo, y estos, no hay duda, pertenecen a los más altos niveles de la política y de la empresa privada. Convenientemente, lo enviaron a un cargo diplomático, con todo y familia, a la “Ciudad Luz”, por la incompetencia del Estado para protegerlos. ¡Y se trata de un fiscal!

Ahora toca el turno a las familias de los miembros de la Comisión Depuradora de la Policía. Las amenazas provienen, si existen, de los policías defenestrados o amenazados con la destitución. De esos, a quienes nosotros financiamos, con nuestros impuestos, su formación dentro del cuerpo policial y pagamos sus sueldos a lo largo de su carrera policial.

Si el Estado no puede proteger la integridad y la vida de sus altos funcionarios ni la de sus familias, significa que no puede asegurar la integridad y la vida de nadie en Honduras. En otras palabras, su capacidad de prevenir y reprimir el delito ha sido disminuida drásticamente por la influencia de redes mafiosas infiltradas en los círculos del poder público, que, da la impresión, han secuestrado el monopolio del uso legítimo de la fuerza. De ahí, que ya no nos sorprendan las masacres y demás hechos criminales que, diariamente, copan las portadas de los periódicos y saturan los noticieros televisivos y radiales, y que las víctimas no acudan, por desconfianza, a las autoridades en busca de protección.

Si a esto le añadimos la mala calidad y la discontinuidad en la prestación de los servicios públicos, además de su injustificado alto costo, nos acercamos a un Estado que ha perdido su finalidad fundamental, la promoción del bienestar de su población.

Si luego sumamos un sistema de justicia cuyo funcionamiento ha sido severamente cuestionado, al grado de que ha habido necesidad de aceptar, sin rubor alguno, la instalación de un mecanismo del sistema interamericano para que, de hecho, haga lo que el sistema de justicia hondureño ha sido y es incapaz de hacer, entonces nos encontramos con un Estado que perdió la potestad de juzgar y ejecutar lo juzgado, es decir, impotente para proveer seguridad jurídica, pero, eso sí, muy eficiente en generar impunidad.

Si a esto agregamos la falta de recursos financieros para atender las exigencias mínimas de las labores cotidianas del Estado, al grado que paga sus deudas con bonos, atraca a los ciudadanos con impuestos confiscatorios, retrasa varios meses el salario de sus servidores públicos y tiene que despedir masivamente a los empleados para ahorrarse minucias, descubrimos un Estado desprovisto de medios para enfrentar los grandes desafíos del desarrollo económico y social del país.

Y, finalmente, rematamos con la concentración del Poder Público en un único funcionario, que lo ejerce atendiendo únicamente sus caprichos, sin reconocer límites constitucionales y legales, y a quien nadie se atreve a contradecir seriamente, entonces estamos ante una estructura autoritaria del Poder, inviable como Estado, por carecer de sus características fundamentales, es decir, estamos ante un estado fallido o próximo a serlo.

Este es el Estado que tenemos. Por eso, no debe extrañarnos que, según las últimas encuestas, el 56% de los encuestados manifiesten su voluntad de irse al extranjero.

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