Los políticos y los dioses ocultos
Los políticos y los dioses ocultos
JOSÉ ADÁN CASTELAR
"No olviden mencionar a Dios”, lo repiten con insistencia asesores extranjeros y nacionales que diseñan las campañas de los políticos hondureños en su búsqueda frenética del poder. Atentos de la fe cristiana de la mayoría de la población y desatentos con el Estado laico que manda la Constitución de la República, la cacería de los votos no tiene barreras ni moral.
Hemos sido testigos atónitos en las jornadas políticas de preparación o en los encuentros de dirigentes de los partidos, cuando se enfatiza que mencionar a Dios en el discurso es más importante que proponer seguridad, trabajo, salud o educación; por eso la estrategia no se detiene en atraer a especialistas sociales o técnicos en desarrollo, si no en ganarse el apoyo de algunos pastores evangélicos o sacerdotes.
Y, después, en el gobierno, el Presidente se convierte en el estandarte de la religión: en la agenda oficial nunca falta espacio para atender a algún religioso y los integran en comisiones tremendamente mundanas (como investigar la Policía o la corrupción), y palidecen aquel artículo 77 de la Constitución que manda que “Los ministros de las diversas religiones no podrán ejercer cargos públicos ni hacer en ninguna forma propaganda política”.
Todos los gobiernos han hecho lo mismo, cuando inicia la Cuaresma o el Día de la Virgen de Suyapa, la Iglesia se despliega y se llena de funcionarios, obligados o no; desde el Presidente, los ministros, diputados, militares y directores ocupando las primera sillas, aunque desplacen a los verdaderos feligreses, porque la celebración se convierte en un asunto de Estado.
Puede justificarse de muchas maneras que las iglesias reciban del gobierno frecuencias de radio y televisión para difundir sus mensajes; pero dinero, exoneraciones, privilegios, es inaceptable. Naturalmente, algunos religiosos, solo algunos, aprovechan para deslizar sus ambiciones personales que se traducen en poder político y una buena posición económica.
La Revolución Francesa cortó el cordón umbilical Iglesia-Estado para terminar con los abusos que le arruinaron el nombre a la Edad Media por las persecuciones, el ajusticiamiento por prejuicios y la violenta inquisición. En Honduras, Francisco Morazán separó esa relación para que diera paso a la libertad de culto y el respeto a los que creían y a los que no.
Los religiosos que se acomodan a los gustos del poder, pierden toda la moral y autoridad para cuestionar las injusticias sociales; se acercan peligrosamente a la corrupción y se alejan irremediablemente de los evangelios, como se los recuerda el papa Francisco, que la búsqueda de privilegios “conduce a la corrupción, el narcotráfico y la violencia”.
Y cuando lo revisamos desde la ley, se nota que los políticos inescrupulosos pasan por encima de ella para atentar contra la laicidad ordenada por la Constitución y en perjuicio de algunas instituciones religiosas, porque cuando se privilegia a algunas se afecta a las otras. Un estado religioso es una amenaza.
La religión es una práctica privada y legítima para el Presidente de la República y para cualquier funcionario, pero nada tiene que ver con convertir en capillas improvisadas los salones presidenciales, o iniciar las sesiones del Congreso Nacional con una oración, por supuesto, con todas las cámaras de televisión, las fotográficas de los diarios y los micrófonos de las radios, en un intento calculado para una sociedad que se asfixia entre tanta corrupción, criminalidad y pobreza.
Estos son los dioses ocultos de los políticos hondureños, que pretenden convencer a los votantes de que son temerosos de Dios, pero no son temerosos de la justicia, esa la manipulan y la controlan a su gusto. La impunidad está garantizada.
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