Los intelectuales y la política



Los intelectuales y la política

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

En buena medida, la estrategia continuista del expresidente Manuel Zelaya Rosales, estuvo fuertemente sustentada por articulistas e intelectuales del llamado “Poder Ciudadano”, órgano ideológico y de legitimación política de ese gobierno. Los intelectuales que participaron en la aventura de Zelaya Rosales de prolongarse en el poder, tomaron partido desde un inicio, quizás compelidos por el entusiasmo de saberse útiles por una buena causa y, además, estoy casi seguro, que aquellos bienintencionados ciudadanos, hombres de letras y con una marca posicionada, descubrieron que los ideales que una vez fueron su razón de ser en este mundo, hubiesen podido desembocar en un proyecto de largo plazo cuyo final feliz -o su comienzo feliz-, habría sido, un paraíso perfecto donde afloraría la cultura, en medio de una babilónica suntuosidad de estética perfeccionada. Para bien o para mal, eso no fue así. El resto -como se dice-, es historia que acabó con la defenestración de Zelaya y, con ello, los sueños de los intelectuales que le siguieron, por ideales o por negocio. No estoy seguro si aquellos hombres de letras se desprestigiaron con la caída de Zelaya, o aumentaron con creces su plusvalía intelectual. Quién sabe.

No fue ese un ejemplo exclusivo: los hay por borbollones en la historia de América Latina. El intelectual alineado -irónicamente, en el pasado se autonombraban con orgullo retador, “no alineados”, lo que en realidad se trataba de un cinismo descarado-, representa la disolución del pensamiento impoluto y concentrado, en un litro de ideas infectas y descompuestas.

Dicen que no existe la neutralidad en política; pero puede haberla en pensamiento y reflexión. El uso intensivo de la razón concluye en un criterio que termina de mostrarle al intelectual -tras un diálogo entre la lógica y el sentido común, que no son la misma cosa-, lo que es correcto o no, lo que es moral o inmoral, pero también lo que resulta útil o redituable. Cuando esta última condición ocurre, las perspectivas del razonamiento y el producto de ella, expresadas en obras literarias o del arte en general, se convierten en meras manifestaciones impregnadas de liturgia, alabanzas y apologías a favor del gradiente de concentración que, casi siempre, termina en una permanente oda al líder o al partido en el poder.

Porque la política es para los políticos y la intelligentsia, que subsume a aquélla, es propia del hombre crítico, del que con sus aperos históricos, hilvana esferas de sucesos ya acontecidos como si se tratase de un maestro del diseño; descifra, con el alma del arqueólogo, los significados de los símbolos ideológicos; interpreta los discursos de quienes ostentan el poder, con la profundidad del psicoanalista; en fin: llega un momento en que el intelectual se encuentra ante un territorio de extrañas figuras que guardan poca o ninguna relación con la voluntad de un grupo de políticos que comparten una intención común. El político, por su parte, es un hombre de acción, como indicaba Ramiro de Maeztu. Nada tiene de malo el serlo y ejercerlo, ya sea como “ocio” o como “negocio”, como se decía en la Antigua Roma. El problema es que el político tiene ante sí un solo camino, trazado en un mapa discursivo que el partido le entrega solemnemente en señal de militancia. Y no puede deslindarse a partir de allí.

El peor de los errores cometido por un intelectual es que se meta en el patio de la política, porque de ahí, no saldrá jamás. Los que se enredaron con la evangelización del comunismo en el pasado, regresaron contritos a la tierra que les vio partir con nostalgia. Nunca volvieron a ser los mismos, salvo uno que otro caso. Intelectuales de la talla de Octavio Paz, en su misma confesión que antecedió a la asepsia ideológica, tejió alrededor de su corpus intelectual, la síntesis que le abrió las puertas a un mundo más plural y diverso, mientras Neruda quedaba maculado con la imborrable impronta de matiz rojo.

La “raison et le penseé” no van de la mano con las agendas políticas porque el contagio que estas provocan, distorsiona la crítica constructiva -o destructiva- que emana de aquéllas. Y lo podemos palpar en los intelectuales cubanos afines al régimen castrista. Lo que sí está permitido es examinar la realidad con binóculos, desde la platea filosófica, y emitir juicios -sin entrar en la “estupidez creciente” como decía Hannah Arendt-, haciendo el papel de calificador demoníaco. Y, por último, están aquellos que, para no quemarse, juegan en dos canchas diferentes para recibir los réditos de un posible ganador; el cálculo es devastador para quien practica la ambigüedad apologista. Tengo un buen amigo escritor que vino a menos a raíz de esta práctica muy popular en los últimos dos siglos. Ignoro si él lo sabe.

La única postura que le está permitido al intelectual, es la crítica permanente sin mancharse de un color partidista ni ideología alguna, de lo contrario entrará en la desfachatez y la ignominia. Las únicas trincheras que lo eximen por militante, son, el entendimiento de la realidad y la crítica permanente, incluyéndolo a él mismo. Pero deberá estar dispuesto a pagar el precio de la neutralidad aparente: no habrá estipendios, ni laureles, ni aplausos, ni monedas de plata, hasta que la posteridad le pondere por su paciencia de exégeta consumado.

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