EL DESPLANTE

EL DESPLANTE

EN el preciso momento cuando el presidente de Brasil iniciaba su intervención en la asamblea anual de las Naciones Unidas, varias delegaciones de países latinoamericanos se retiraron del salón. Sin ánimo de tomar partido en este asunto, solo resaltar lo que son las ironías. La delegación de la autocracia venezolana en la ONU –como si ese país no estuviera atravesando por una crisis de institucionalidad democrática sobre cuyo régimen pende la Carta Democrática invocada por la OEA, donde la inmensa mayoría del pueblo demanda la revocatoria del mandamás que, con las uñas, se ciñe al poder– explicó su retiro del salón obedecía que se trataba de “un presidente ilegítimo”. La prensa oficialista venezolana interpreta la acción de esta manera: “Pese a la poca difusión que le ha dado la prensa, evidencia el rechazo de la comunidad internacional, hacia el mandato inconstitucional de Temer, quien llegó a la cabeza del Ejecutivo brasileño tras un golpe de Estado contra la mandataria Dilma Rousseff”.

La poca difusión que la prensa ha dado al desplante, es porque se trata de algo sin trascendencia. No es la comunidad internacional la que se retiró del hemiciclo, sino los representantes de unos pocos gobiernos partidarios de la “Revolución del Siglo XXI”, ensayo autoritario que funcionó cuando el eje y sus satélites nadaban en petrodólares, pero que ahora, con las arcas del tesoro dilapidadas, varios de sus portaestandartes se encuentran sumergidos en el más deplorable caos. Un desplante parecido intentaron hacerle al presidente de Honduras –sin que ello fuera notorio o ocasionara consecuencia alguna, más que la pena– cuando el país recién se estaba recuperando del trauma causado por el conflicto aquel que lo condenó al ostracismo. El país, después de la práctica comicial que legitimó la asunción de un nuevo gobierno, tuvo que someterse a una tortuosa ruta de reconciliación con la comunidad internacional. En el caso de Brasil, pese a la pugna de intereses que motivaron la cuestionada maniobra política para reventarse a la jefe de Estado, las instituciones siguieron el procedimiento contemplado en su Constitución política para hacerlo. Fue sometida en un juicio político, respetado el derecho de la defensa y del debido proceso. No fue un proceso sumarial exprés –ni siquiera parecido al fugaz encausamiento que sufrió el obispo jefe de Estado en Paraguay– ni ocurrió en la oscuridad de la noche; sino un largo enjuiciamiento que duró meses –incluso varios, durante se realizaban las investigaciones y se preparaban las ponencias, cuando la mandataria fue suspendida del cargo– que para iniciarlo y llevarlo a cabo se pronunciaron las dos cámaras legislativas que tiene el país, el Congreso y el Senado. Aparte de lo anterior, la gente en la calle en multitudinarias movilizaciones exigía la salida de la mandataria.

Los otros que se levantaron fueron Nicaragua, Bolivia, Cuba y Costa Rica. Los ticos justificaron: “Nuestra decisión, soberana e individual, de no escuchar el mensaje del señor Michel Temer en la Asamblea General, obedece a nuestra duda de que ante ciertas actitudes y actuaciones, se quiera aleccionar sobre prácticas democráticas”. Cabría hacernos la pregunta: ¿Qué procedimiento constitucional para quitar un presidente que incurra en responsabilidad legal, será de la complacencia de todo el auditorio? ¿Cómo hacen para destituirlo, aunque haya causas que ameriten la remoción del cargo, si de todas maneras eso no sirve porque siempre habrá quienes dirán que la defenestración fue un “golpe de Estado”? El juicio político es uno de esos procedimientos constitucionales. Otro es el referendo revocatorio que la gran mayoría opositora intenta allá en Venezuela, aunque dudamos que lo consiga, si la autocracia con todas sus mañas y tretas, primero muerta que soltar el poder.

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