Los dejados y los aprovechados



Los dejados y los aprovechados

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

En Honduras, como en otros países de América Latina, la política no es tomada en serio por el ciudadano común y corriente, es decir, por aquellos miembros de la sociedad que no dependen de ella y que su existencia se debe más bien a los esfuerzos individuales y al empeño privado, que a las decisiones que toman los partidos o el mismísimo poder.

El fenómeno de la política no representa más que una resonancia del momento; a manera de un chisme prolongado, una telenovela en estreno o un jolgorio aparecido en las redes sociales a modo de ocurrencia y chocarrería juvenil. El paralelismo no por cruel es menos verdadero: la distancia que hemos tomado los ciudadanos no militantes del despliegue político, no es más que una manifestación de la enfermedad de nuestros tiempos, que acaba de a poco con el alicaído sistema democrático del siglo XXI.

En principio, la pregunta del momento es aquella que surge del examen autocrítico más importante que debe atender la ciudadanía consciente de su papel estelar en el juego electoral. En segunda instancia, debemos preguntarnos si la experiencia con el poder del Estado –a través de las instituciones con las que lidiamos-, nos resulta de utilidad para nuestros propósitos en la procura de una buena –sino excelente- calidad de vida.

¿Por qué la indiferencia –o la indolencia- de las nuevas generaciones en la selección de sus autoridades, y por qué la dejadez en la imposición de figuras que no gozan del gusto de una parte significativa de la población? Y ahí radica el mal original del juego plebiscitario o, si usted prefiere, de la misma democracia latinoamericana. Desde luego que los síntomas decadentes de la política hondureña –como en toda América Latina-, obedecen a causas profundamente enraizadas en la cultura, y que sin duda, juegan un papel significativo en la voluntad de los ciudadanos. Ya hemos escuchado hasta la saciedad, argumentos asociados a niveles educativos, impactos del “marketing” político; impulso extremo en comprar figurines y, claro está, hasta la imposición misma de personajes maquilados en las líneas de ensamble de los partidos políticos. La parte más inicua tiene que ver con el desprecio hacia la política: hombres que se enriquecen desmedidamente al llegar al poder, vileza y corrupción al más alto nivel.

Consideremos lo que explica el sociólogo francés Georges Burdeau, cuando nos pide diferenciar “lo político” de “la política”: en efecto, lo político tiene que ver más con preguntas acerca de la situación social y económica de los nuevos tiempos; en qué situación nos encontramos y hacia dónde queremos ir como sociedad; mientras que la política implica determinar, bajo qué móviles, esos intereses de la ciudadanía se podrán manifestar en las esferas del poder, una vez pasadas las elecciones. En otras palabras: ¿son estos partidos los que realmente reflejan los intereses de esa colectividad mayoritaria y decisiva al momento de seleccionar “nuestras” autoridades? Contestémonos.

A lo mejor ya es tarde para considerar lo siguiente: los griegos le tenían una especie de bacilofobia a la política. Hasta los tiempos de los estoicos, la palabra “política” no aparece como ejercicio electoral ni militancia partidista, a lo mejor porque consideraban lo endeble del ser humano y su tendencia natural hacia la perversión. De hecho en “¿qué es la política?”, Hannah Arendt nos advierte del carácter irremediable de aceptar que, en esencia, somos seres apolíticos y que, por tratar de parecernos a Dios, jugamos a ser rectores de nuestros propios destinos. Así nacen los partidos.

Mucho antes que Arendt, Hobbes justificaba que, por naturaleza, vivimos como los lobos, en una guerra permanente del uno contra todos. La política la entenderemos, entonces, como un estado de guerra permanente, de lo contrario, Carl Schmitt jamás habría escrito acerca del “enemigo” político.

Todo esto se traduce en un simplismo filosófico que espanta, más bien que cautiva. Ya el hombre de la calle no necesita conocer más del asunto: sabe de la perversión en la que ha caído el sistema político; que el político es una figura non sancta, digna de desconfianza, y que la supuesta igualdad política no es más que cuestión de aritmética encajonada en una urna. Pero sigue participando: cada vez menos, pero sigue participando.

El problema sigue siendo, que esa parte distanciada del poder, que se llama “sociedad civil” -es decir, los que no militamos en partidos-, sobrevive sin representación real en los designios políticos, porque carece de los canales esenciales para llegar a ser una encarnación en los destinos republicanos. Ya sabemos: los parlamentos están carcomidos.

Amén de las redes sociales, verdaderos termómetros del pensamiento cívico, el simple ciudadano no conoce otro espacio para expresar la inconformidad. Aunque la calle y los grafitis, como en Venezuela, hacen lo propio.

Mientras tanto, seguiremos haciendo el secundario papel de dejados, mientras la reproducción política de los partidos -ya fracasados-, continuarán en el estrellato por un buen tiempo, hasta que un día, a lo mejor, el estoicismo ciudadano se convierta en un lobo hobbesiano de incalculables consecuencias para la historia de nuestra nación.

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