ANTIVALORES Y EL CAMBIO DE MENTALIDAD
CÓMO le han atiborrado la cabeza al amable público con majaderías. Un fardo de antivalores que nada abonan al bienestar colectivo. Algunos ejemplos. Para que el país pueda superar su letargo, sus ancestrales problemas de pobreza, es imprescindible tener al pueblo unido trabajando en torno a metas comunes y a propósitos compartidos. No hay pueblo del mundo que haya logrado salir del infernal hoyo del atraso con la gente disgregada. Con pedazos de la comunidad bifurcados por doquier. Sin la brújula de ciertos valores fundamentales que posibiliten la construcción de una nación más fuerte. Pero aquí, lo que le meten al prójimo en los sentidos, de desayuno, almuerzo y cena es que eso es malo. Lo bueno es mantener bandos enfrentados unos con otros; tener a la sociedad dividida para que no haya forma de llegar a ningún lado. Si unos halan para acá, los otros deben empujar para allá, en dirección contraria. A probar quién tiene más ñeque, para que el aparato nacional siga estancado. El esfuerzo de unos nulificado por la resistencia de los otros.
Los de arriba a la diestra, los de abajo a la siniestra. Se ha vilificado la cooperación. No hay forma de coincidir, sin que se crea que unos los compran y los otros se venden. El interés pequeño prevalece sobre el interés supremo. El particular sobre el general. La colaboración la entienden como complicidad. La complementariedad como contubernio. El otro día escuchamos a uno de esos, dizque orientadores de opinión, satanizando el derecho de participación ciudadana en los asuntos de Estado. Pese a que la Constitución promueve el principio de la integración, mentes obtusas han logrado vender la idea que si se trata de alguien que no sea del partido de gobierno es porque está entregado. “El gobierno –dispone la carta fundamental– debe sustentarse en el principio de la democracia participativa del cual se deriva la integración nacional, que implica participación de todos los sectores políticos en la administración pública, a fin de fortalecer el progreso de Honduras basado en la estabilidad política y la conciliación nacional”.
Pero el sectarismo se encarga de distorsionar ese valioso enunciado. El poder se visualiza como algo que los que ganan las elecciones deben repartírselo con la cuchara grande. No es para gobernar con los mejores sino únicamente con los suyos. Obsoleta la práctica de gestiones que ensayaron la integración en el aparato público. La tónica imperante no es de armonía sino de discordia. ¿Para qué el consenso si el circo demanda el disenso? Si excepcionalmente alguien decide prestar un servicio a su patria, en un cargo –digamos en el exterior– y consigue con sus actos, sus ejecutorias, sus iniciativas, prestigiar al país, lo que fomenta la anticultura es que esa conducta cívica es deleznable.
La intransigencia se encarga de desfigurar ese servicio a Honduras, como si se tratara de un servicio al partido oficial. Lo sensato –en países civilizados– es dialogar para entenderse. Ceder algo para obtener lo otro. Menos aquí, donde la negociación se entiende como mala palabra. Congeniar, convenir, consensuar son virtudes en otros lados. Aquí lo que enciende el fanatismo es el ataque al contrario. Despiadado, insolente, frenético e intolerante. La gracia consiste no en formular propuestas de cómo salir del atolladero, sino en encontrar defectos para tomar el lado opuesto. Lo que gusta a la multitud no es hablar de las bondades de alguien, sino de los defectos. No de lo bueno sino de lo ruin. La audiencia se obtiene ofendiendo, calumniando, denigrando, descalificando. El debate no es propiciar la controversia con ideas, con tesis o doctrina, sino hablando estupideces. Los valores cristianos del amor al prójimo, del perdón y la redención no mueven a la grey como el odio, la venganza y la condena. La esperanza se mata con desconfianza. La fe con duda y suspicacia. Cambiar esa mentalidad es la llave para que cambie el país.
Comentarios
Publicar un comentario