ÉRASE UNA VEZ


ÉRASE UNA VEZ


Editorial LaTribuna
ÉRASE una vez –remotos tiempos difíciles de precisar– cuando las cosas se resolvían de otra manera. Lejana, para las juventudes prometedoras de ahora –hipnotizadas por la somnífera influencia de los aparatos celulares– la última Asamblea Nacional Constituyente que redactó la Constitución vigente. La tarea recayó en fuerzas políticas –las históricas y los retoños– que se disputaron el favor popular en elecciones convocadas para el propósito de restaurar el Estado de Derecho, después de 16 largos años de gobiernos militares. Los políticos de entonces, pese a sus ancestrales y naturales rivalidades, encontraron forma de anteponer los intereses nacionales a las actitudes cerriles. La delicada responsabilidad consistía en interpretar las ansiedades, los temores, los anhelos del soberano, con miras a construirle un sólido marco jurídico a la nación. Para evitar tardanza innecesaria y alegatos bizantinos en el hemiciclo, fue integrada una comisión coordinadora, constituida por diputados de los partidos representados, con la encomienda de estudiar, discutir y sugerir el texto de los artículos que se presentaban diariamente a discusión y aprobación de la asamblea.

La redacción consensuada por la comisión especial era explicada y defendida en el pleno como resultado del consenso partidario. Los textos a veces sufrían modificaciones, a ratos se producían encontronazos verbales, los oradores se enfrascaban en debates jurídicos o en polémicas académicas, afloraban las diferencias políticas pero, en términos generales, el trabajo de la coordinadora simplificó enormemente la discusión parlamentaria en el recinto legislativo. Las intervenciones usualmente eran para ilustrar a la cámara sobre el fruto de los arreglos producidos en base a negociaciones que, por lo general, eran ratificadas con el voto unánime de los diputados. El esfuerzo por encontrar puntos coincidentes, dentro de una pluralidad de criterios y de intereses, garantizó que el texto constitucional fuera la más cercana interpretación de la voluntad colectiva del país, no la posición dogmática de ninguno de los grupos. Esa práctica, no concluyó allí. Así, por iniciativa propia, o bajo la mediación de la autoridad electoral, los directivos de los partidos se reunían habitualmente para fortalecer el sistema democrático. Introdujeron reformas al estamento jurídico electoral –sin necesidad de injerencias ajenas– como también, producto más del diálogo cívico que de la imposición, lograron conciliar diferencias para resolver las crisis, afianzar la confianza en el sistema y evitar trastornos en el proceso electoral.

No sabríamos decir exactamente qué fue lo que alteró esa costumbre de ventilar estos importantes temas de país; ni a partir de qué momento se perdió el buen hábito de la condescendencia política. ¿Sería todo ese odio instigado por insensatos durante el conflicto aquel que ocasionó semejante atmósfera de antagonismo y desconfianza? ¿Qué produjo esos niveles de intolerancia en la sociedad, la estrechez de mentalidad que impide desafiar los gigantescos desafíos nacionales, con un sentido de más unidad, de mayor compromiso sobre propósitos comunes y de metas compartidas? Es algo que merece reflexión si se quiere superar este asfixiante ambiente de mal humor que ahoga cualquier posibilidad de levantar cabeza.

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