Elecciones en EE UU: Promesas y amenazas


Elecciones en EE UU: Promesas y amenazas

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Las de los EE UU son, en este momento, las elecciones más sobredimensionadas de la historia de ese país, en las últimas décadas. Las más difundidas debido al carácter espectacular que han tomado las telecomunicaciones y, en mucho, por causas de las explosiones de violencia -de todo tipo-, que han aflorado en diversas partes del mundo. No es la nuestra una época que se engalane de exclusividad histórica, como si las otras no hubiesen tenido lo suyo, desde luego, pero las fuentes del miedo son diferentes a las del pasado. Se trata de tiempos donde la angustia vuelve a aflorar -si lo vemos en términos existenciales-, y el hombre retoma la conciencia de su fragilidad y de su finitud: ya no estamos tan seguros de hacia dónde nos encaminamos ni en quién o quiénes podemos confiar nuestra existencia. En otras palabras, hay un problema serio de moralidad y conciencia.

Si hay una sociedad que se puede preciar de haber recorrido un gran trecho de su historia, siendo ejemplo de cómo se esquivan los obstáculos que impiden caminar hacia adelante, sobre todo en la génesis y en el establecimiento de los fundamentos esenciales para la convivencia comunitaria, esos son los propios Estados Unidos de Norteamérica. Basta con que el lector tome un tratado histórico de ese país para darse cuenta del heroísmo y la magnitud ejemplar de los padres fundadores que llevaron a cabo la ingente tarea de edificar el arquetipo de una sociedad democrática, justa e igualitaria, tomando en cuenta los preceptos que, desde el siglo XVIII sonaron en el mundo occidental a manera de mandamientos tácitos, y que toda nación que se autoproclamase respetuosa de los derechos de los individuos, debía imitar sin miramientos de ninguna especie.

Desde aquellos gloriosos días de la revolución de 1776 la historia de los EE UU es un ir y venir por el camino de la perfección democrática; una sincronía que demuestra para bien o para mal -para la amargura de sus enemigos y la admiración de sus aliados-, el temple viril que, generación tras generación, los norteamericanos han sabido echar mano, eso sí, valiéndose de preceptos absolutos que yacen subterráneos en los principios de libertad e igualdad.

Tocqueville, a quien le tocó asistir a los momentos de edificación ancestral de los EE UU, de la que muchos hoy hubiésemos querido ser testigos, hablaba de un “estado social” a la manera de un escenario donde los hombres pueden expresar sus sentimientos y juicios de valor sin obstáculos de ninguna naturaleza: es lo que él mismo denominaba una condición de igualdad, a la que no dejaba de dar un toque místico de voluntad divina.
Los norteamericanos entendieron bien esto y lo defendieron a capa y espada antes de intervenir en los asuntos de otros países a quienes pretendieron justificar los mismos valores que le han dado vida a esa gran nación. Y en ello han errado bastante; tanto porque su política interior no aplica a los asuntos foráneos: las culturas de las otras sociedades -por ejemplo la de sus vecinos hispanos-, son tan disímiles con la de ellos -y entre nosotros mismos- que establecer determinismos históricos o antropológicos sería una locura científica y política.

Hoy en día, Hillary Clinton y Donald Trump representan la disolución de los cimientos fundadores que un Jefferson o un John Adams establecieron en el principio de los tiempos. Y no solo eso: ambos encarnan sin saberlo, lo que Thomas Paine sentenciaba sin ambages cuando decía que “la sociedad se produce gracias a nuestra voluntad y el gobierno gracias a nuestra maldad”. Y no está de más tirarlo sobre el tapete: los demócratas al frente del grupo más izquierdista o “liberal” constituyen la disolución de la libertad transfigurada en un libertinaje donde la sensualidad y el desenfreno pasan a formar parte de los derechos inalienables de un partido que ha hecho aguas después del asesinato de John F. Kennedy y que jamás volvió a ser el mismo. El lenguaje demócrata me recuerda a los politiqueros de mi patio atacando a los contrarios, desvirtuando virtudes, y resaltando lo denigrante del otro. Las propuestas que hacen el bien quedan para después… si acaso existen.

Y Trump no se queda atrás: de conocer el machete lo blandiría contra el atril colocado en la tribuna de la Convención Republicana echando rayos contra sus enemigos. Representa lo opuesto a la autoridad competente: es el símbolo mismo del autoritarismo consumado. Pero Trump no deja de tener sus razones: quizás los nuevos tiempos de incertidumbres y de angustias, exijan un discurso férreo y autoritario, y que ha llegado la hora de poner orden y respeto. Porque, como bien se señala en “El Federalista”, una compilación de ensayos del siglo XVIII, los países grandes, por fuerza, necesitan un régimen despótico no solo por la envidia de sus enemigos externos, sino también por la perfidia de los de adentro.

Mientras todo eso ocurre, las elecciones norteamericanas discurren en un ambiente “rancheril” como la de esos escenarios de los filmes de Hollywood, llenos de nopales y zarzas rodando en el desierto yermo y agrietado. Me recuerda, en mucho, las elecciones de nuestros países, y a nuestros políticos de moda dando lo mejor de sí: promesas, ofertas y amenazas.

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