SULFURADO
SULFURADO
NO sabríamos precisar a que obedece la naturaleza de ese ambiente sulfurado que afecta al país. Pero se palpa en todos lados. En el bajo mundo delictivo de crímenes pavorosos a sangre fría. En los hogares, con esos casos vergonzosos que afloran de violencia doméstica. La crispación en la calle, donde cualquier incidente menor altera los nervios, a límites explosivos, de conductores y transeúntes que circulan por la ciudad, dispuestos a batirse en un instante. En los barrios y colonias, donde la comunicación afable entre los moradores –que antes era una consecuencia natural de la buena vecindad– se ha convertido en una especie de coexistencia de extraños sospechosos. En el ambiente político, donde se perdió la virtud de la condescendencia, como fermento tóxico de todo el odio instigado por insensatos durante el conflicto de marras aquel que envenenó la sociedad.
Desapareció el trato respetuoso, incluso el que antes hubo entre adversarios con naturales diferencias, pero dispuestos al diálogo para procurar entendimientos sobre objetivos nacionales. Ahora todo es descalificar hasta destruir al “enemigo”. Los jefes de bandos han ideado una forma cómoda de endosar a otros la inhabilidad propia de manejar los problemas internos que revientan –como reacción a las imposiciones– a lo interno de sus agrupaciones. Inventan amenazas externas inexistentes; otros son los culpables –menos ellos– del mal que los abate, como táctica para disimular la paternidad de la ruinosa situación que atraviesan. Es un remolino envolvente que no solo contamina el entorno, sino que lo exacerba. Ese carácter irascible, en diversas esferas de la sociedad, si bien puede ser una manifestación de desahogo, por frustraciones o inconformidades que producen descontento, también es una condición que ha sido frenetizada por inconscientes que, lejos de apaciguar, se empeñan en encandilar lo que ya es volátil. El lenguaje grosero de ciertos políticos –de pendencieros a su servicio– es utilizado como arma destructiva de la personalidad, deshilachando el fino tejido que entrelaza las buenas relaciones en la sociedad. Algo bueno no se les pega, pero esa patanería característica de las autocracia decadentes de América del Sur, la absorben con placer hedónico ¿Cuándo y cómo fue que el país extravió su ecuanimidad? La capacidad para discutir y disentir en un plano más elevado de amor patriótico?
¿Cuándo la moderada riqueza que había en el debate público, para abordar los ingentes problemas nacionales, fue anulada por el prosaico bullicio de la política nociva? La escasa erudición, el déficit de estudio, la poca cultura para abordar los temas con alguna noción orientadora ¿Qué produjo esos niveles de intolerancia, de estrechez de mentalidad que impiden desafiar los gigantescos desafíos nacionales, con un sentido de mayor unidad? ¿Quizás a partir del nefasto conflicto aquel cuando indolentes instigaron tal atmósfera de odiosidad, de antagonismo, de desconfianza, de incertidumbre, como para hacernos creer que nada sirve, nada es bueno, sin horizonte que permita restaurar lo que está roto? Pues bien, si eso fuera, la gente debe rebelarse a esa clase mediocre de dirigentes que atoran la esperanza nacional. No se puede tener al país condenado a esta calamitosa situación de impotencia. Los hondureños de buena fe deben avasallar esa conducta equivocada.
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