Demagogia y mediocridad

Demagogia y mediocridad


Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

Con soluciones simples no se resuelven problemas complejos. Pretender solventar los problemas económicos y sociales con medidas simplistas genera mayores y más graves problemas.
De las funciones del Estado, la educación es la que más reditúa a la sociedad. Un pueblo que tiene la oportunidad de acceder a una educación de calidad, está en capacidad de enfrentar los desafíos del presente y los retos del futuro. Costa Rica presenta los mejores indicadores de calidad de vida en Centroamérica, porque en un momento de su historia decidió, contrario a sus vecinos, que la educación era su prioridad.
La educación de la sociedad del ayer, empero, estaba caracterizada por la cantidad, no por la calidad. A más información, más conocimientos. A más graduados, mejor país. La sociedad contemporánea, la globalizada, plantea retos que no pueden enfrentarse con estas políticas tradicionales.
De nada sirve rellenar de datos los cerebros de los niños y de los jóvenes si estos no son los pertinentes para su éxito personal y profesional; como tampoco servirá el acceso indiscriminado al nivel de educación superior.
El sistema educativo debe responder a esta realidad. La formación de los jóvenes debe proveerles lo necesario para enfrentar con éxito su vida de adultos, tomando en cuenta aquellas exigencias y la aptitud del estudiante para satisfacerlas en su vida profesional.
En los niveles básicos, la formación es la misma en cantidad y calidad, pero, a medida que se avanza en los niveles educativos, se impone la selección en función de las aptitudes personales. Deben evaluarse estas, entonces, pero únicamente para orientar al estudiante en la selección de las ofertas académicas que el sistema superior universitario ofrece. Quien no sea apto para carreras humanistas, lo será para las científicas o para las técnicas.
De la educación superior nadie debe ser excluido, pero este derecho fundamental no se respeta si se permite al estudiante escoger caprichosamente la carrera, sin atender sus aptitudes.
Es excluyente el sistema cuando aplica las pruebas para impedir el ingreso a la educación superior, pero es demagógica la posición que exige la eliminación de las pruebas como solución, porque el ingreso indiscriminado conduce a la mediocridad. El país no mejorará porque tenga más profesionales; mejorará si tiene más profesionales con opciones en el mercado y con capacidades que respondan a los más altos estándares de calidad.
La educación superior es un derecho de todos, pero, para beneficio del país y de los mismos interesados, debe respetarse el perfil de las opciones académicas, sin que nadie resulte excluido. Por consiguiente, el tema debe ser abordado con seriedad y en las instancias competentes. Esta es responsabilidad del Consejo Nacional de Educación, en cuyo seno deben adoptarse medidas, en relación con este problema, que habrán de aplicar el Ministerio de Educación, vértice del sistema educativo no superior, y el Consejo de Educación Superior, instancia suprema del sistema de educación superior.
No es con medidas legislativas, motivadas por intereses meramente proselitistas, que se logrará el ejercicio efectivo del derecho a la educación superior. Seguir ese camino nos llevará a las metas de siempre: condenar a las universidades a fabricar mediocridad y convertir en frustración el futuro profesional de los estudiantes.
El problema existe y debe resolverse por quien tiene la idoneidad para ello. Exijámosle, pues, al Consejo Nacional de Educación, cuyo presidente es el Presidente de la República (¿qué raro, verdad?), que cumpla con su deber.

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