¿Nos falló la democracia?

¿Nos falló la democracia?

Por: Julio Raudales
Lo sucedido el pasado 8 de noviembre en los Estados Unidos ha puesto en alerta a los demócratas del mundo.

Que de vez en cuando un político antidemocrático acceda al poder mediante elecciones y desde ahí comience a desmantelar las estructuras de una democracia es una tragedia. Pero la desgracia es mayor cuando el fenómeno amenaza no a un país periférico sino a uno situado en el propio centro de la modernidad; es el caso de los EE UU.

¿Estamos asistiendo a la caída del imperio? ¿Vivimos en la era de la decadencia de occidente como sugieren algunos pensadores de la modernidad? ¿Es acaso la democracia la madre que cría a los cuervos que le arrancarán los ojos?

Convengamos en algo: la democracia es un producto de la razón, pero la razón también produce monstruos. Estas son nuestras pasiones que se rebelan en su contra, cuando la razón se vuelve tiránica.

Y es natural: vivir en democracia, sometidos a leyes y reglamentos, reprimiendo día a día nuestros deseos de posesión, de agresión y destrucción, no es tan fácil.

Nadie nació siendo demócrata. La infancia es el período de la barbarie en cada uno de nosotros y regresar a ella es una tentación que nos amenaza a diario.

Lo que quiero decir es que, así como existe un malestar en la cultura (Freud), existe un malestar en la democracia. Ahí reside justamente la fascinación que produce cada cierto tiempo la aparición de políticos no democráticos (así al menos se mostró Trump durante la campaña electoral).

¿No fue esa la razón por la cual un Berlusconi fue seguido con tanta pasión? Su fetichismo sexual, su desfachatez, su ausencia de principios, sus millones mal habidos, hacían regresar a sus electores a aquel mundo renacentista donde príncipes carniceros dictaban leyes a pleno antojo y conveniencia.

¿No fue ese también uno de los motivos por los cuales Hugo Chávez llegó a ser adorado hasta el punto de que sus partidarios terminaron por fundar una religión en su nombre? Chávez, más allá de sus virtudes y defectos, hacía volver a sus seguidores al período más infantil de la política, a aquel donde no hay orden ni leyes, a ese reino donde los deseos primarios imperan por sobre los dictados de la razón.

Donald Trump ha sido comparado injustamente con Hugo Chávez. Trump irrumpió en un país donde la única dictadura ha sido la Constitución. Su objetivo -esa es la gran diferencia con Chávez- no es destruir la democracia (aunque quisiera, no podría hacerlo). No obstante, la comparación es lícita si lo analizamos desde un punto de vista psíquico.

Trump, con su desfachatez, su insolencia, su brutalidad, su misoginia, su xenofobia y su homofobia, ha sido visto por muchos como el hombre capaz de rebelarse en contra de las reglas que se deducen de la corrección política. La suya no es una rebelión en contra de la legalidad sino en contra de la ética. No es en contra de las leyes pero sí es en contra de los convencionalismos.

Trump, a diferencia de Chávez, no romperá con las leyes. Pero sí lo hará -ya lo ha hecho- con las reglas básicas de la urbanidad. No es casualidad que su mayor votación no la haya obtenido en las grandes urbes sino en las ciudades pequeñas. Recordemos: los griegos llamaban bárbaros a todos quienes vivían alejados de la polis.

Podría ser -y con esta hipótesis estaríamos recién entrando al problema- que, bajo determinadas circunstancias, un exceso de democracia, en un mundo tan reglamentado donde hasta la política se convierta en superflua, pueda ser letal para la vida social así como un exceso de racionalidad lo es para la vida privada.

El problema no es nuevo. Fue el mismo que planteó Aristóteles en los orígenes de la democracia.

Lo cierto es que gente como Trump parece ser expresión de un cada vez más creciente malestar en (y con) la democracia. Y no solo en los EE UU, también en Europa y no digamos en nuestra pobre Latinoamérica.

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