El negocio más lucrativo

El negocio más lucrativo

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Cuando estalla un escándalo de corrupción en el Estado de Honduras -como en el caso del IHSS-, la gente no deja de sentir rabia e impotencia ante la afrenta y el descaro de los funcionarios públicos que se han aprovechado del puesto que les ha sido encomendado para hacer sus propios negocios, o para robar el dinero que, según recitan a diario los periodistas y políticos, pertenece exclusivamente al pueblo. Lo que las buenas gentes no saben, es que el Estado y el poder político, han sido concebidos a partir del siglo XX, precisamente para hacer negocios; ilícitos, pero negocios al fin y al cabo, urdidos con aparente legalidad, bajo la sombra bondadosa que brinda el sistema democrático.

Si buscásemos entre los políticos a un hombre justo, es casi seguro que la vejez nos sorprendería en tan estéril empresa. Entonces, aquel pasaje del Eclesiastés 7:20 tendría sentido cuando nos habla de que es imposible encontrar un hombre justo sobre la tierra que haga el bien y que nunca peque. Con esa terrible sentencia, Dios legitima al hombre para que haga lo que le plazca, total, el diploma del honor nunca le será entregado a nadie. Bajo esas condiciones de desventaja, las leyes han sido concebidas, precisamente para que los individuos no cometan arbitrariedades contra su prójimo ni robe las posesiones que tanto les han costado a otros. Existe un histórico pacto del que tanto nos jactamos, bien concebido por Rousseau -y Hobbes- y que retoman las generaciones siguientes dentro del llamado derecho positivo: se trata de ese acuerdo social que prescribe que las pasiones deben refrenarse para evitar el mal y procurar la armonía social. El mejor invento en ese acuerdo son los derechos y los deberes que el poder de unos pocos privilegiados nos imponen para mantener el orden. En nuestra era, llamamos “sistema” al poder, en el que, aparentemente, somos representados por ese grupo, ya que millones de congéneres no pueden estar sentados en una misma silla o en un hemiciclo senatorial.

Esperaría el buen Dios y sus hijos, que el ejemplo de moralidad, legalidad y de bien, fuesen luz resplandeciente de esos pocos hombres que nos gobiernan y a quienes debemos ciega obediencia. Pero… ¿cómo justificar cuando vemos que el poder se corrompe y sus integrantes rasgan el pacto social que acordamos en el principio de los tiempos? Porque son leyes de obediencia y deberes que han sido depositadas de buena fe en esas manos impías, para que sean ellos los primeros en obedecerlas. Como el hijo que ve a sus padres fallar, los súbditos nos descorazonamos cuando nuestros padres políticos –depositarios del contrato social-, roban y emprenden actos deleznables en nombre del egoísmo y del beneficio personal, olvidándose por completo de su razón de ser.

Así concluimos que la democracia y los poderes que la administran en el siglo XXI, ha sido infestada por una maligna potestad más colosal que el propio Leviatán de Hobbes, y que responde al rimbombante como temeroso nombre de “corrupción estatal”, verdadero flagelo de nuestra era.

La corrupción es el invento más grande de la política y la democracia. Se trata de una verdadera concepción ideológica, que no admite ser apuntada en ninguna obra de filosofía política. Este mal político no es más que un tremendo negocio, concebido en la matriz de los partidos políticos en concordancia con grupos de poder no menos corruptos que aquellos. De esa manera, los políticos perdieron la verdadera esencia para lo que fueron ensamblados, llevándose de encuentro el espíritu de la verdadera democracia, y convirtiendo el noble arte de alcanzar el poder en una orgiástica francachela, y a los partidos, en una guarida organizada de maleantes vestidos de frac.

La corrupción del Estado es un paralelismo que corre formal y legal al lado del verdadero orden de las cosas. Su diseño es tal, que no deja entrever la esencia de su mal: convive fraterna con la burocracia misma, se reproduce a manera de clon y hasta se entremezcla y se mimetiza con la formalidad y la legalidad, para pasar desapercibida en el maremágnum weberiano de las oficinas estatales. Pero es que su concepción ya viene registrada en los planes, programas y proyectos de los gobiernos, sean de izquierda o de derecha. El plan político de un candidato, es decir, de su partido, es decir, de sus inversionistas, es el mismo plan de negocios de estos.

Inversiones de capital, compras, proveeduría, préstamos, bonos, dispensas, proyectos sociales, etc., todos con aparente sentido de humanitarismo y solidaridad, corren dentro de la matriz ejecutiva del gobierno, y permanecen escritos en tinta invisible en la que se enlista una suma de nombres y apellidos que resultarán beneficiados de la llamada inversión “social”. Las comisiones ad hoc del Legislativo, son las verdaderas capillas en donde afloran los nuevos ricos del país: ahí se legitima y se consagra el punto de arranque de los proyectos que dejarán cuantiosos réditos a unos pocos.
Por eso las ansias de ganar nuevas elecciones o de reelegirse si fuere necesario, le quita el sueño a todo el equipo de inversionistas de los partidos. Es comprensible: todo hombre de negocios, con un alto espíritu “entrepreneur” espera que su negocio sea el más lucrativo de todo el mercado.

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