Salpicados y algo de política



Salpicados y algo de política

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

“Cuando el río suena, piedras arrastra” dice un viejo refrán. Y esta admonición castiza, tiene mucho de razón. Hace tiempos, apareció en una revista de negocios un artículo donde el autor, cuyo nombre he olvidado, aseguraba que los rumores -infundados, aclaremos-, por ser tales, se diluyen con el paso del tiempo, como si se tratara de volutas de humo esparcidas en el viento. La difusión de las habladurías guarda los mismos efectos que la temperatura ejerce sobre los gases: cuando las moléculas son sometidas a temperaturas extremadamente altas, estas pueden, o bien perderse en el infinito misterioso de la atmósfera, o bien provocar reacciones sobre cualquier tipo de materia, generando, incluso, movimientos como en el caso de las máquinas de vapor. Un chismecillo se puede perder en un día o dos, pero un rumor sustentado por una fuente emisora, que atesore pruebas y fundamentos de hechos consumados, se comportará como aquellos gases que, presionados por la rigurosidad del calor, terminan quemando, a su paso, todo lo que rozan.

Es decir, una invención proveniente de una fuente “non sancta”, de dudosa reputación, y con claras señales de desprestigio sobre la imagen pública de su víctima, no hará más que rebotar sobre la superficie de la opinión pública, que convendrá, en compacta unanimidad, rechazar cualquier agravio que ponga en tela de juicio la moralidad del señalado. Pero el rumor deja de ser un invento de malévola intención, cuando el victimario posee en su haber, pruebas contundentes que desatarán un infierno en la persona que ha sido aludida en actos de lesa sociedad, o en las estructuras humanas en las que aquel participa, y que se verán salpicadas por el efecto radiactivo del secreto que ha emergido de las catacumbas, donde una vez se creyó, reposaría para siempre.

Los señalamientos de un narcotraficante, ahora en manos de la justicia norteamericana, han indicado los pormenores del comercio de estupefacientes que se efectúan en nuestro suelo, contando, -¡oh fatalidad ya conocida!-, con el beneplácito de ilustres funcionarios del Estado, de algunos oficiales del benemérito cuerpo policial, y uno que otro miembro de las fuerzas del llamado “orden público”.

Lo que se consigna bajo toda la tragicomedia expuesta en el anfiteatro de los acontecimientos y de la ya muy bien conocida actividad paralegal -para aludir a un show televisivo-, de tantos y tantos políticos, policías y militares de nuestras gloriosas, es que las instituciones del Estado, las mismas que se concibieron junto a una sagrada misión de servicio, y cuyos límites de protección paterna están bien demarcados en los contenidos legales, puedan servir de fortines y acequias para entregarse a los más bajos designios, con la malsana intención de acumular hacienda y tesoro personal, en perjuicio del Estado de Honduras y de la ciudadanía, a la que, un día perjuraron proteger y servir.

Los rumores en calesa que han aparecido en los últimos treinta años de “vida democrática” se comportan a la manera de un pintoresco tiovivo que vemos dar vueltas de eternidad consumada como en las ferias de nuestros pueblos, nunca han podido ser confirmados ni mucho menos condenados, nada más que en las reuniones informales de la calle, en las oficinas y en los cafetines de nuestra patria. La justicia se ha vuelto doméstica: se efectúa en los confines de los espacios privados contra aquellos agentes del orden y de los funcionarios que un día fueron escogidos -legalmente o “contra legen”. La condena contra los criminales de cuello y corbata, se convirtió en una intimidad cuasi institucionalizada circunscrita al ámbito de la familiaridad, porque la sustancialidad legal pública se volvió un fortín de colusión institucionalizada, difícil de purificar. El derecho público ha perdido no solo su esencia y su razón de ser, sino que se transfiguró -en clara colaboración instrumental-, en un utensilio de utilidad ilimitada, del que puede echar mano el bandido de altos vuelos para efectuar los negocios propios, sin valladares de ningún género y especie.

El trasiego -de la droga-, ha plasmado el espíritu de un liberalismo del mal; un “laissez faire et passer” que ni el mismo Estado y empresa privada pudieron alcanzar dentro de sus agendas políticas y económicas. El “dejar pasar” a cambio de protección ha llegado a ser uno de los negocios más rentables de la América Latina.

Y la parafernalia del delito que arropa, a gobernantes y funcionarios de alcurnia, convierte a estos en delincuentes comunes al igual que el mismísimo “dealer” de la esquina de nuestros barrios y colonias. Pero el abolengo exige trato especial. Es decir, la ley se convierte en una zona VIP para ciertos privilegiados del poder.

Aunque cueste creerlo, esta simbiosis reprensible envuelve, no solo a los políticos y policías salpicados por la mácula del crimen organizado, sino también -como decían los viejos marxistas-, al aparato ideológico del Estado, esto es, un sector de la prensa, intelectuales, juristas, académicos y, desde luego, a las instituciones políticas que nacieron con el fin de hacer posible la encarnación de las necesidades de los buenos ciudadanos. Desde las atalayas de las élites, la protección colaborativa ha implicado el uso del silencio, de la discreción, de la distorsión, del embaucamiento y hasta de la amenaza.

A pesar de lo sombrío del panorama, según nos cuentan, ha votado más de un millón de ciudadanos por el oficialismo: ¿Fraude, ignorancia o masoquismo?

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