Fraude electoral



Fraude electoral

Por Edmundo Orellana
Catedrático universitario

En estas elecciones primarias e internas se demostró que nuestro régimen electoral es vulnerable al fraude. Siempre lo ha sido. Lo novedoso en estas elecciones es que se cometió fraude en todos los partidos que practicaron elecciones. No es, pues, un vicio del bipartidismo. Es una característica propia de nuestra cultura política. En el olvido queda, entonces, lo que supuestamente impulsó el nacimiento de nuevos y vigorosos partidos políticos: la supresión de esas históricas y aberrantes prácticas políticas.

Otra cuestión que quedó ampliamente demostrada es que confiamos en nuestro sistema de impunidad. Por eso, a los que cometieron fraude en las MER no les importó que este fuera fácilmente demostrable. La falsificación de las actas es evidente y está al alcance de todos. No les bastó con llenar los espacios vacíos, delito difícilmente rastreable. Confiados en que nadie les hará nada, atendieron la oferta de algunos “combos” de diputados, otorgándoles más votos que votantes corresponden a cada mesa electoral receptora. Lo hicieron en todos los partidos, nuevos y viejos.

Los partidos cuyos candidatos presidenciales no tenían contendientes significativos, como el partido de gobierno, podían manipular los resultados a su antojo, porque el candidato opositor no tenía capacidad para tener representantes en todas las mesas. Ese millón de votos es cuestionable, entonces.

En Libre no ocurrió lo mismo. Porque el fraude se cometió en el nivel electivo de diputados. Los movimientos con más representantes en las mesas favorecieron a sus candidatos, particularmente aquellos que armaron sus propios “combos”.

El único partido en el que las mesas electorales receptoras estaban balanceadas, es el Partido Liberal. Contendieron dos candidatos fuertes, cada uno con sus legítimos representantes en cada una de esas mesas, que protegieron los votos cumplidamente. Esto explica por qué algunos movimientos pequeños lograron colar sus candidatos a alcaldías y a diputaciones. El resultado final, es, posiblemente, el más transparente de todos, pese a las irregularidades, que, seguramente, ocurrieron, pero en menor cantidad que en los demás partidos, y, particularmente, en los niveles electivos inferiores al presidencial.

Lo que sucedió, sin embargo, puso al descubierto, una vez más, la enfermedad que aqueja al sistema. El proceso electoral está en manos de los partidos políticos, desde la cúpula hasta la base de la pirámide organizacional del mismo. El Tribunal Supremo Electoral carece de independencia, porque sus titulares son representantes de los partidos (con mayoría del partido gobernante) y, por esa circunstancia, adoptan sus decisiones privilegiando los intereses de sus respectivos partidos. En estas condiciones, es imposible garantizar resultados transparentes en nuestro proceso electoral.

En manos de los partidos también está la solución. Basta profesionalizar el sistema y tecnificar el proceso. Eliminar la representación de los partidos en el TSE, escogiendo sus titulares por sus méritos, no por su vinculación a un partido; atribuir con exclusividad la jurisdicción electoral al TSE; distribuir la supervisión del sufragio y del escrutinio entre el TSE y los partidos políticos, evitando que estos integren las mesas con sus representantes. En estas condiciones, los resultados serían más creíbles y si acaso se descubren o se denuncian irregularidades, habría más confianza en que se reviertan o se repriman sin contemplación.

Mientras eso ocurre, bastaría con desanimar esas conductas delictivas que han sido denunciadas, para evitar que se repitan en las próximas elecciones. Lo que podría lograrse si la Fiscalía de Delitos Electorales procede criminalmente contra los responsables de la falsificación de las actas, sin considerar el partido político al que pertenezcan. Es un deber ineludible del Ministerio Público. Demasiados millones se destinaron para estas elecciones, para tomarlo a la ligera.

Lo que resulta manifiesto es que nuestros dirigentes no han madurado políticamente y que la proclividad al fraude electoral de estos y de sus militantes, nos impide desarrollar consistentemente nuestra propia cultura democrática.

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