Para repensar el neoliberalismo

Para repensar el neoliberalismo

Por Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Poco después de que el Muro de Berlín se viniera a pique, es decir, de que el estatismo socialista hiciera aguas, después de setenta y cinco años de estar calentando el huevo del comunismo que nunca llegaría a eclosionar, los vientos de cambio comenzaron a sentirse en cada resquicio del planeta. Un nuevo orden mundial se asomaba por el horizonte. La democracia -nos advertían-, se consolidaría de una buena vez, y las fuerzas del mercado tomarían un gran impulso, jamás imaginado, hasta el punto tal que, el comercio internacional, habría de transformarse en una red de indescriptible envergadura que abarcaría aquellas sociedades que por siglos, se habían mantenido subsistiendo en espacios limitados, sin encontrar las oportunidades de intercambio de las que pudiesen beneficiarse a través del comercio. En otras palabras, la tesis hegeliana del fin de la historia, parecía que se cumpliría como un dogma de fe, encerrando en el sarcófago de la civilización occidental -y de una vez por todas-, el fantasma de las ideologías antitéticas, las mismas que desafiaron al capitalismo y que se propusieron edificar -sin lograrlo-, una nueva sociedad en la que nadie quedaría al margen de la modernidad y sus beneficios.

No se trataba -según nos parecía por aquellos años de mocedad-, de uno de los altibajos cíclicos de la historia que predicaba con ganas nihilistas, Oswald Spengler en su “Decadencia de Occidente”. No. Ni siquiera se parecía a una de las crisis económicas mundiales que bien se predicen en la tesis de la recurrencia de Kondratieff. Se trataba de algo más titánico, que sonaba muy bien en nuestros oídos, a manera de una sinfonía constructivista, producto del ingenio del hombre. O, a lo mejor, pensamos pesimistas, se trataría de un terrible designio que, por esas cosas ajenas a la voluntad de los individuos, caemos de vez en cuando sin proponérnoslo.

Leímos ávidamente el compendio denominado “El desafío neoliberal: el fin del tercermundismo en América Latina” escrito antológicamente por varios intelectuales y académicos del continente entre los que se encontraban Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. Verdadera brújula y sextante de los 90, el libro en mención sirvió, no de manual como los viejos recetarios marxistas, sino como una descripción de los acontecimientos que ponían en duda la efectividad del socialismo y de cualquier forma de estatismo, y ponderaba la necesidad urgente de hacer del capitalismo, no solo una fórmula para generar riqueza, sino también como una exhortación para administrarla bajo un fuerte contenido humanitario. No como un surtidor de regalías, sino como un instrumento para abrir espacios sociales en donde los individuos pudiesen poner la inventiva a su disposición, y poder competir con sus iniciativas en un mundo donde imperaría la libre oferta y demanda de bienes y servicios.

Y así lo creímos con nuestros condiscípulos cuando comenzamos a cursar uno de nuestros postgrados, por aquellos años. El primer “paper” que cayó en nuestras manos estaba escrito por don Miguel Facussé en su calidad de líder empresarial y capitalista de renombre. Nos entusiasmaron las ideas ahí propuestas: apenas recuerdo que en el documento se esbozaba la apertura de vías comerciales para que circulasen los productos a los mercados nacionales y foráneos. Esa primera condición ya la habíamos visto aparecer en la génesis de las grandes naciones como los EE UU. Las comunicaciones son el primer paso para lograr la libertad de los mercados y facilitar los accesos a los puntos de intercambio. Pero también se conminaba a que las oportunidades de negocios estuviesen disponibles para aquellos individuos de espíritu emprendedor. Se demandaba por un Estado dedicado a su quehacer fundamental: el de ser garante de las condiciones legales y de los derechos de las personas, sin distingos de ninguna especie. Que la justicia fuese pareja, sin conmiseración para los corruptos y que las sentencias abriesen el camino para edificar confianza y fe en las instituciones. Era como si don Miguel hubiese extraído los consejos del mismísimo libro de “El desafío liberal”. Nada quedaba por fuera.

Como las recomendaciones para sanear la alicaída economía provinieron, no desde el seno de nuestras academias, ni del Estado mismo, sino de afuera, de los grandes entes financieros del mundo, las sugerencias que debían seguirse al pie de la letra, contrariaron, no solo a los políticos que vieron en la nueva agenda, una amenaza a la existencia del poder de los gobiernos, sino también a los empresarios: los tratados de libre comercio incomodaron el sueño de la empresa privada acostumbrada a moverse en mercados de escasa exigencia en calidad, en diseño y servicio.

De ese entonces para acá, todo fue discurso y conflicto. Lo que, en esencia debió ser una condición de apertura democrática en el Estado y en los mercados, se convirtió en una oportunidad de negocios para el mismo círculo económico de siempre. La libertad mercantil no apareció por ningún lado, ni las oportunidades se hicieron presentes. Los políticos y los empresarios -en su mayoría-, asfixiaron las potencialidades para construir una “sociedad abierta” como la que un día soñaron aquellos liberales de la talla de Vargas Llosa y Octavio Paz.

Y he ahí los efectos de aquella negación: vean el estado de la sociedad de hoy en día. Solo a los más estúpidos -intelectuales e izquierdistas de mentalidad cerrada- se les ocurre echarle la culpa de nuestras desgracias al neoliberalismo. ¡Habrase visto!

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